LA ENTREVISTA | Miguel Ángel Vargas: “Pensar en cómo visibilizar la historia y la resistencia del pueblo gitano dentro de un museo no debería ser solo una cuestión estética o de programación, sino estructural” 

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30/07/2025 - 12:23 h

Miguel Ángel Vargas es investigador y artista independiente que entrelaza flamenco, teatro e historia romaní para desarrollar su trabajo artístico y académico. Con una amplia trayectoria internacional, ha desempeñado roles diversos como actor, director, escenógrafo, comisario y gestor cultural. Ha colaborado con instituciones académicas de renombre como Central Saint Martins College of Arts de Londres y el Critical Approach to Romani Studies en Budapest-Viena, además de asesorar a entidades culturales como la National Gallery de Washington y el Ministerio de Cultura de España. Miembro activo de fla Barvalipe Academy del European Roma Institute for Arts and Culture (ERIAC) y parte del equipo de mediación cultural del ICAS del Ayuntamiento de Sevilla, también es profesor y doctorando en historia contemporánea en la Universidad Pablo de Olavide.

En esta entrevista, conversamos con Miguel Ángel Vargas sobre su participación en el ciclo Museos (Im)posibles con la actividad “Músicas Situadas”, organizada por el Espai Avinyó, donde aborda la compleja tarea de visibilizar la historia y la resistencia del pueblo gitano en espacios culturales e institucionales como el Museo de la Música. Asimismo, profundizamos en su análisis sobre el flamenco como un “tema problemático”, explorando las tensiones y retos que supone para el pueblo gitano y para el ámbito cultural en general.  Esta conversación nos invita a reflexionar sobre las oportunidades y los desafíos de la cultura como herramienta de transformación y como generadora de espacios que invitan a la incomodidad reflexiva. 

¿Cómo viviste tu participación en la actividad del ciclo Museos (Im)posibles | Músicas situadas?

Participar en esta actividad fue una experiencia muy interesante. La invitación a formar parte de la visita, el diálogo y todo el aprendizaje colectivo que se generó me pareció, como mínimo, curiosa y provocadora. Estábamos allí personas de mundos muy distintos: trabajadores del museo, activistas de diferentes orígenes, amistades… Y eso generó un contexto más tenso, de confrontación, que de encuentro cálido. Pero también creo que está bien que sea así. A veces el conflicto es necesario para poder mirar(se) y hablar(se), incluso si no se está de acuerdo.

Sinceramente, si no hubiera sido por vuestro proyecto, probablemente no se habría dado esa oportunidad de compartir y debatir en ese espacio. Como visitante que venía desde Sevilla, con mis inquietudes, mis debates y ciertas expectativas respecto a lo que supone una institución como el Museo de la Música, fue una experiencia que me provocó, me sacudió… y eso se agradece.

Lo importante ahora es que esto no se quede en una actividad puntual, sino que pueda generar una reflexión real dentro del propio museo. Lo interesante de este tipo de iniciativas es que hacen pensar también a quienes trabajan en las instituciones, que los obliga a cuestionarse.

Porque sí, es difícil. Y no solo pasa en Cataluña, creo que es un reto general del mundo cultural institucional, sobre todo en el ámbito público. Cuesta asumir que las instituciones deben cambiar. A veces parece que esto del debate político sobre la diversidad, la inclusión o la reparación histórica es una moda que pasará. Pero más allá de eso, necesitamos que las instituciones culturales escuchen de verdad, pero sobre todo que actúen y se transformen.

Has definido el flamenco como un “tema problemático”. ¿Puedes explicar por qué? ¿Qué tensiones o contradicciones crees que atraviesan su relato oficial?

El flamenco es un tema complejo por muchas razones. A veces digo que es como una jaula donde los gitanos son los mejores pájaros cantores: sí, es algo bello, pero sigue siendo una jaula. Es decir, el flamenco es fruto de una historia muy injusta, y refleja realidades sociales y políticas que a menudo se quieren ocultar.

En cuanto al llamado “relato oficial”, más que un único relato, diría que hay muchos discursos en disputa. Cada actor —sea institucional, político o cultural— intenta apropiarse del flamenco según sus intereses. Pero lo que suele estar presente en todos ellos es que el flamenco incomoda, interpela, y genera controversia.

La relación entre flamenco y el pueblo gitano, por ejemplo, es profundamente ambivalente. Por un lado, es cierto que forma parte de la identidad romaní, no solo en España, sino a nivel internacional. Es una voz, una expresión propia que muchas personas sienten como parte de sí, más allá de si conocen bien el arte o no. Eso es algo positivo.

Pero por otro lado, especialmente en el contexto español, el flamenco a menudo se utiliza como una manera de evitar debates más profundos sobre la “cuestión gitana”. Es decir, se sustituye el necesario debate político e histórico sobre la opresión del pueblo gitano por un debate cultural o estético sobre el flamenco. Se discute si el flamenco es gitano o no, quién lo representa, quién lo legitima… y eso desvía la atención de las verdaderas cuestiones estructurales.

Además, este debate tiende a resurgir con fuerza en momentos en que el pueblo gitano se organiza políticamente. Es como si, en lugar de abordar esa organización como una demanda legítima, se volviera al flamenco como campo de contención simbólica.

Esto puede ser difícil de explicar incluso dentro de nuestras propias estructuras gitanas. A veces parece que estamos cuestionando una identidad profundamente sentida, cuando en realidad lo que tratamos es de abrir espacios para pensar el flamenco de forma más libre y crítica. Porque no se trata simplemente de distinguir entre flamenco y cante gitano, ni de sustituir a artistas gitanos por no gitanos: es una cuestión estructural sobre quién tiene el poder de contar, mostrar y definir qué es cultura y para quién.

Y aquí entra también el papel de las instituciones. En el Estado español no existen espacios sólidos y consolidados para la investigación, la creación o la difusión cultural romaní. No hay departamentos de estudios gitanos en las universidades públicas, ni fondos estables, ni políticas culturales inclusivas. El Instituto de Cultura Gitana, por ejemplo, aunque es una fundación pública, tiene un margen de acción muy limitado.

Mientras tanto, el flamenco lo ocupa todo. Acapara recursos, presencia institucional, leyes específicas —como la Ley del Flamenco en Andalucía— y monopoliza el imaginario sobre lo gitano. Pero no permite abrir debates reales ni garantiza derechos culturales más amplios, como el de crear y narrar desde una voz propia.

Así que sí, el flamenco está y estará. Pero debemos poder pensar en él como una herramienta que puede ser tanto emancipadora como limitante. Y eso depende de cómo, quién y para qué se usa.

¿De qué manera se puede visibilizar la historia y la resistencia del pueblo gitano dentro de un espacio institucional como el Museo de la Música? ¿Qué riesgos hay que evitar en ese proceso?

Para responder a esta pregunta, me gusta retomar un concepto del pensador catalán Jaron Rowan: el de “instituciones extrañas”. Él plantea que las instituciones, en teoría, existen para hacer realidad derechos. Es decir, una institución pública se crea con una intención —por ejemplo, garantizar el derecho a la cultura— y eso se concreta a través de edificios, personal, presupuestos, proyectos…

Pero muchas veces, en ese proceso de institucionalización, se pierde el sentido original. La institución deja de servir a quienes debía servir, y se convierte en algo cerrado, autorreferencial. Ahí es donde entra la idea de “instituciones extrañas”: espacios que no son rígidos, que permiten transformarse, incluso equivocarse, morir o rehacerse. Instituciones más porosas, abiertas, vivas.

Claro, esto no es fácil. Porque la propia lógica de las instituciones tiende a congelar procesos, a consolidar estructuras. Y justo ahora estamos en un momento clave, donde muchas instituciones culturales se están cuestionando a quién sirven realmente, desde qué parámetros y con qué consecuencias. En ese contexto, pensar en cómo visibilizar la historia y la resistencia del pueblo gitano dentro de un museo no debería ser solo una cuestión estética o de programación, sino estructural.

Para mí, la clave está en las relaciones. No basta con tener recursos, trabajadores o un edificio. Lo importante es qué tipo de vínculos se generan con las comunidades: las que ya están dentro, las que se acercan, y también las que históricamente han estado fuera. Y también pensar si esa institución puede operar más allá de sus muros físicos, si puede tener una presencia activa en otros espacios, sin dejar de ser institución.

Me parece muy interesante el debate sobre la cogobernanza cultural: que los museos, por ejemplo, puedan abrirse a la participación real de quienes crean cultura desde los márgenes. Imaginemos que el Museo de la Música de Barcelona se vincula de forma continua y directa con músicos gitanos que tocan en tablaos, en iglesias evangélicas, en la calle. Que se generan fórmulas para que estas personas sientan que ese museo también es suyo.

Pero ojo: eso no significa que la institución pueda lavarse las manos. No puede decir “abrimos un proceso participativo y lo que salga ya se verá”. Tiene que haber compromiso. Igual que para que alguien desee tener acceso a la salud deben existir hospitales, para que una comunidad se reconozca en una institución cultural, esa institución tiene que estar ahí, funcionar y tener una programación sólida.

Dicho de otra forma: lo necesario es que existan instituciones culturales fuertes, con recursos, con estrategias. Pero lo importante es que esas instituciones escuchen, se relacionen, se abran y se transformen. No se trata de elegir entre una cosa u otra, sino de hacer ambas: sostener lo que ya hay, pero hacerlo con otra mirada, con otros vínculos.

¿Conoces espacios, colectivos o iniciativas que consideres realmente inspiradores en el camino hacia la resignificación de la cultura y las artes? ¿Qué deberían aprender de ellos las instituciones?

A veces digo que cada persona gitana es un consulado en sí misma, porque a menudo se piensa que las instituciones están por un lado y las comunidades gitanas o musulmanas por otro. Pero las comunidades también crean sus propias instituciones, con sus propios espacios y lógicas. Lo importante es cómo se relacionan unas con otras. No siempre puede haber horizontalidad, porque las jerarquías existen, pero sí debería haber relaciones más justas.

Desde mi experiencia en Sevilla y también conociendo algo de Barcelona, veo que hay muy pocos espacios públicos realmente amables para las comunidades gitanas. ¿Cuáles funcionan? Pues, por ejemplo, las iglesias evangélicas, que hoy en día son espacios con mucha proyección social y cultural. También ciertos entornos del flamenco —no solo los tablaos o teatros, sino lo que pasa alrededor—, algunos bares, mercados, plazas… Espacios que quizá no se ven como institucionales desde fuera, pero que lo son para las comunidades gitanas, con sus propias normas i formas de organización.

No se trata de mirar esos espacios desde una mirada antropológica que otreriza, sino de reconocer su valor institucional. Y más aún: disputar el espacio institucional hegemónico, entender que también nos pertenece, que las instituciones públicas deben ser de todos. Eso, en sí mismo, ya permite nuevas formas de relación entre instituciones.

Hay una tesis muy interesante de Anna Mirga, que investigó el caso de Barcelona y cómo, después de años de lucha, muchas veces el único lugar donde los gitanos han tenido algo de poder han sido las asociaciones o ONGs. Y sí, han sido importantes para tener interlocución, pero también hay otras formas de institucionalidad gitana que no buscan esa visibilidad, porque a veces ser visibles implica perder el control de la propia narrativa. Glissant lo llama el derecho a la opacidad: poder existir sin tener que explicarse en términos coloniales o desde la modernidad.

En la Factoría Cultural (Sevilla), donde trabajo, muchas veces nos preguntamos: ¿qué podemos ofrecer nosotros a los creadores —gitanos o no— que ellos no estén ya haciendo por su cuenta? Muchos ya tienen sus estudios, sus canales, sus formas. Por eso creo que, desde las instituciones, también hay que bajarse del pedestal. Como dice mi compañero Antonio: nuestro trabajo como mediadores culturales es provocar encuentros improbables. Y esos encuentros a veces son incómodos, pero son necesarios. Hay que saber estar en esa incomodidad, respirarla, digerirla. Porque es ahí donde empieza algo nuevo.

¿Crees que basta con estar presentes en ciertos espacios para generar cambio, o es necesario accionar de forma más directa para provocarlo?

Creo que son las dos cosas. Estar ya es una forma de cambio, pero no te puedes quedar solo en la incomodidad que eso genera. La incomodidad forma parte del reconocimiento —del “reconozco que miento”, como digo a veces medio en broma, medio en serio—, pero lo realmente difícil es sostener ese cambio en el tiempo. Lo complicado es la continuidad, que las relaciones que estableces mantengan viva la institución. Porque una institución no debería ser solo un repositorio de cosas, sino algo que se mueve, que se transforma con las personas que la habitan.

Desde las instituciones existe un interés por fomentar la participación de las comunidades, los pueblos y las minorías. Sin embargo, como mencionabas, hay espacios que quizás no necesitan ser compartidos o donde no se busca participar activamente. ¿Cómo pueden las instituciones aprender a respetar y comprender estos espacios y sus dinámicas sin perder de vista su compromiso?

Y, sobre todo, ¿por qué? Porque hay una cuestión básica que he ido aprendiendo en estos últimos cuatro años con mi compañero Antonio. Él es uno de los expertos nacionales en educación para la participación, y hemos descubierto que no se trata solo de decir “vamos a participar”, sino de preguntarnos: ¿a participar de qué? ¿Quién establece el marco?

Están estos procesos llamados IAP, investigaciones-acción-participación, se define una población “objeto” de la investigación y se la consulta mediante entrevistas, encuentros o grupos de discusión. Luego, los técnicos traducen esos anhelos y deseos, y al final hay una devolución, que suele tener un carácter más cultural o lúdico.

Pero yo no lo entendía. Porque, primero, la gente ya participa: tiene mil formas de hacer valer su opinión, de manifestar sus deseos; simplemente eligen dónde van a comprar o dónde pasean. Segundo, las instituciones no pueden dejar de cumplir sus funciones: si tienen la obligación de garantizar el acceso a la cultura, deben hacerlo especialmente donde más falta hace, y ese acceso debe ser de calidad.

Y algo que para Antonio, que viene de la educación para la participación, ha sido un gran descubrimiento —y para mí también, que vengo del mundo de las artes escénicas y el flamenco— es que muchas veces se empieza al revés. No se trata de diseñar un programa y luego esperar la participación, sino que el punto de partida es, por ejemplo, un concierto de calidad promovido por la institución cultural, que crea ese espacio y ese momento para establecer una relación auténtica con la comunidad.

Porque, al final, la institución cultural no puede renunciar a sus responsabilidades, y eso es lo que yo veo claramente.

Este año se celebra institucionalmente los 600 años de la llegada del Pueblo Gitano a la península ibérica. ¿Qué te parece cómo se está llevando a cabo esta conmemoración?

Para mí es un tema complicado, porque cuando se habla de algo problemático, es señal de que hay una conversación pendiente que aún no se ha dado. Y claro, también hay que expresar las diferencias, pero verlo como una oportunidad para aprender.

No me convence cómo se están planteando las cosas. Los aniversarios son algo habitual en las democracias liberales, y los gitanos también formamos parte de ese sistema, así que participamos en estos eventos institucionales grandes. Pero sinceramente, no creo que cuando termine el año cambie realmente la situación de las personas gitanas.

Además, hablando desde mi formación como historiador, me parece importante señalar que hay que cuestionar mucho la relación entre historia y documentos. Los documentos solo muestran una parte de la realidad, y además, están muy marcados por una mirada colonial. Lo cierto es que hace 600 años no existía el “pueblo gitano” tal como lo conocemos hoy, así que plantearlo de forma tan lineal resulta complicado.

Entonces, ¿qué significa realmente celebrar 600 años? Me genera dudas, especialmente cuando en discursos oficiales se reconoce el daño sufrido, pero luego parece que con la democracia todo está solucionado. Aún hay muchos retos pendientes, y no creo que esta celebración sea la forma más adecuada ni justa de abordarlos. No me siento especialmente interesado en esta conmemoración, que parece centrarse en una historia lineal y oficial, más relacionada con los reyes y sus leyes que con las historias de resistencia y negociación del pueblo gitano.

Para mí, sería más interesante poner en valor esas historias aún por contar, de resistencia y de adaptación. También me preocupa que se enfoque desde una perspectiva demasiado española, sin considerar un contexto más amplio de lo que sucedía hace 600 años. Me parece una visión algo simplificada y limitada, y esa idea de un “nacionalismo gitano-español” no me termina de convencer.

Además, creo que celebrar algo así debería ser una decisión de las propias comunidades, no una obligación. Ni siquiera sus representantes pueden hablar por todos, porque una de las particularidades del pueblo gitano es que no encajamos bien en los modelos tradicionales de representación.

¿Cuáles son los días de conmemoración relacionados con el pueblo gitano que no están institucionalizados?

Por ejemplo, el 16 de mayo, que es el día de la resistencia. Ese día no es institucional, de hecho, hay cierta resistencia a que se institucionalice, a que las instituciones lo cooptan.

Esa propuesta nació en Francia, a partir de una ONG llamada Le Voix du Rome, que hace una lectura de una de las historias de resistencia de las familias gitanas en el campo de Auschwitz. Curiosamente, el propio Museo de Auschwitz cuestiona esa historia. ¿Por qué? Porque dicen que en sus archivos no hay registros de resistencia. Pero claro, lo que nosotros tenemos son las historias de nuestra gente, que no están en esos archivos oficiales.

Entonces, tal vez hace falta buscar la manera de que exista un diálogo. Este es un ejemplo claro de cómo lo que dicen las comunidades y las instituciones no siempre coincide, y no tiene por qué coincidir.

Además, no se valora la capacidad propia de la comunidad gitana para escribir y contar su historia. Es como si se asumiera que los gitanos son analfabetos, cuando en realidad, si el romanó tiene palabras como “papel”, “lápiz” y “libro”, ¿cómo se explica eso? Es una tontería esa idea.

Siempre parece que se intenta menospreciar la capacidad intelectual gitana para narrarse a sí misma, a través de otros medios y formas que no siempre encajan en los modelos convencionales.

¿Cuáles son tus referentes artísticos o políticos a la hora de pensar la cultura como una herramienta de transformación?  

A mí me gusta mucho Ibrahim Maalouf, por ejemplo. Me parece un artista que ha encontrado una posibilidad real de reinterpretar el legado de la música árabe contemporánea desde París. No diría que ha alcanzado un punto hegemónico, pero sí una proyección que le permite hacer muchas cosas interesantes. Me parece un referente muy válido.

De los que sigo y leo, me gusta mucho Malgorzata Mirga-Tas, que es una artista gitana polaca. Me interesa porque precisamente molesta a una parte de los artistas contemporáneos que trabajan con el mundo gitano. ¿Por qué? Porque la forma de creación y de autorepresentación que plantea Malgorzata es como demasiado popular, demasiado directa.

Y en esa línea, hay un cierto poder en esta idea de “nosotros somos los que analizamos a los gitanos críticamente”. Su trabajo me interesa porque es una manera muy directa de abrir conversación sobre temas gitanos, hablándole primero a la comunidad gitana y, luego, al resto del mundo.

Aquí en Sevilla, en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, hubo una exposición muy buena de Gosia Mirga—como le decimos los gitanos— que fue la muestra que presentó en la Bienal de Venecia, en el pabellón polaco. Estuvo aquí seis meses y, aunque el centro recibe muchas visitas turísticas, recuerdo que hicimos una visita con los niños del Colegio Andalucía, que está en Polígono Sur y tiene un 90% de alumnado gitano. Fuimos con todo el colegio: profesores, padres, niños, más de cien personas.

Los niños, que son del barrio, estaban flipando al ver aquella exposición, porque reconocían cosas: gallos, pollos, a sus abuelas, madres, tías, incluso fotos de abuelos que ya no están. Era como si ellos molestaran a los turistas, y los turistas se quejaban de ellos. Y los niños decían: “¿Pero tú qué haces aquí viendo esto? Si esto es nuestro.” Me pareció una forma muy sutil de provocar, ¿no?

De escritores y otros referentes, creo que Helios Fernández Garcés es muy importante porque sigue abriendo debates. Sobre todo debates que él mismo se cuestiona. Es alguien que se niega a aceptar cualquier categoría identitaria, ya sea religiosa, étnica o sexual. Pero eso no le impide decir: “Espérate, sé de dónde vengo.” El hecho de que él cuestione esas categorías es porque quiere cuestionarlas y porque puede hacerlo. No todo el mundo tiene ese privilegio. O más que privilegio, a veces es un camino complicado: cuando cuestionas abiertamente la representación artística y política, eso también tiene un coste.