La casa protegida

Los edificios eran organismos vivos. Había que alimentarlos: los ladrillos fundacionales mesopotámicos añadían al adobe leche o mantequilla, y antisépticos como el aceite, el vino y la miel. Mas, pese a la solidez de las estructuras, los edificios estaban a merced de los espíritus. Su protección no podía incumbir sólo al aparejo de ladrillos macizos. Era necesario dotarlos de fetiches contra el mal de ojo. Guardianes armados en los palacios persas, leones en la vía procesional de Babilonia o la horrísona faz de la Gorgona en Grecia, Etruria y Roma, ubicada en lo alto de los edificios, ahuyentaban a los enemigos. Los ladrillos que Miquel Barceló moldea en forma de calavera son una evocación de estas creencias mágicas.

En las esquinas de los hogares se colocaban boles con inscripciones en espiral que atrapaban los malos espíritus. Azulejos con manos de Fátima, en el mundo musulmán, y socarrats en los techos, en la cultura cristiana, protegían desde lo alto hábitats y habitantes.