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El paso del tiempo
Las primeras luces del alba me saludan y los vidrios transparentes reflejan las estáticas formas. La claridad da paso al movimiento y la vida despierta. Se han abierto las puertas y los primeros visitantes pasean por los caminos musicales del pasado. Estamos en una sala del Museo de la Música de Barcelona, donde el silencio de los instrumentos nos cuenta el arte de los sonidos.
Ante mí tengo tres miradas. Tres personas, tres generaciones del siglo XXI que quieren conocer los sonidos de la historia. Los ojos luminosos de una niña, la serenidad de una mujer y, en la penumbra, el rostro de la vejez. Me miran atentamente, parece como si mi cuerpo fuera un poderoso imán para su mirada. ¿Qué tengo yo para atraer de esta manera a tres personas tan diferentes? Quisiera, pero no puedo, saber qué pensamientos se pasean detrás de estos ojos. Sí, les hablaré, les hablaré de mí, de mi pasado, de mi presente. De hecho, no puedo o no sé hacer otra cosa. Ahora, ya nadie escucha mi voz, pero vosotros estáis aquí y tal vez escuchéis lo que os puede decir un cuerpo cansado como el mío.
Perdonad, no os había dicho quién soy. No tiene mucha importancia, pero vale la pena que empiece por aquí. De hecho, soy una viola de arco, sí, ese instrumento antiguo que también llaman viola da gamba y que os puede recordar a un violonchelo. Le llamaban da gamba, en italiano, porque se tocaba sujetándolo entre las piernas (le gambe).
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1. El paso del tiempo
Si me pongo a recordar me emociono. Casi recuerdo cosas antes de nacer. Siento el olor de la naturaleza, del bosque, de las montañas y del río. El frío, el sol, el viento, la niebla, la lluvia y la nieve aún están dentro de mí, estoy segura. Es la naturaleza la que dibujó mi cuerpo con unas vetas únicas, exclusivas. Son como las huellas de vuestras manos, como los rasgos de vuestros rostros.
Poca cosa más recuerdo de aquellos tiempos. Sí, el dolor, la herida, la separación y luego la soledad y la oscuridad. Ya no era árbol, era madera. Pero unos ojos y unas manos me devolvieron la vida.
Nací cerca de la catedral de Saint Paul, en Londres. Fue la mirada de Barak Norman quien transformó mi cuerpo. Mis vetas lo cautivaron, luego sus manos, delicadas y fuertes, buscaron la forma. El dolor del corte de las herramientas pronto lo olvidé. Fue un otoño de 1713 cuando en manos de aquel lutier, Barak Norman, mi padre, supe que empezaba a vivir. Había nacido para cantar, para hacer escuchar mi voz.
El maestro artesano había buscado en mí el equilibrio. Sí, la fuerza de mi estructura debía resistir la tensión de las cuerdas y al mismo tiempo tener la delicadeza para vibrar con ellas. Juntos debíamos hacer la danza de las ondas, la danza que transforma los movimientos imperceptibles del instrumento en los sonidos que se esparcen por el aire, buscando a quien los quiera escuchar.
Por la mañana temprano, el lutier me cogía. Miraba mi joven rostro, esculpido por él mismo, y luego me tensaba las cuerdas, cada día un poco más. Cuando pasaba el arco, surgía una voz temblorosa, tímida e imprecisa. Y poco a poco, esas manos me enseñaron a cantar.
2. Escultura del clavijero
Ahora han pasado más de 300 años. Observo el rostro infantil que tengo delante, pronto se transformará. Veo la vida en sus ojos, la curiosidad, el deseo de saber. También la inquietud, la indecisión. Día tras día su mundo crece, se llena. Sus manos nerviosas parecen desear atrapar quién sabe qué, pero su mirada no se aparta ni un solo instante de mí. Tal vez te gustará saber cómo empecé a caminar por la vida.
3. La mirada, el silencio, la palabra
A principios del siglo XVIII crecí en manos de una chica muy joven, Hannah, casi de la misma edad que tú. Juntas descubrimos primero los sonidos, buscando la belleza, la expresión, la fuerza y la ternura. Luego los sonidos se transformaron en música y la emoción llenó nuestras vidas. Pasamos horas, días y años buscando y encontrando la vida en esa pequeña habitación. Las risas y las lágrimas se convertían en sonidos y la alegría y el dolor se transformaban en música. Luego nuestra voz salió al mundo.
Fue en un pequeño palacio. La intimidad desapareció y sentí sobre mí la atención de todas las miradas. Fue el comienzo de una larga vida. Primero completamente sola, siempre en manos de Hannah. Luego canté con otros instrumentos. Formábamos pequeños grupos de dos, tres o más violas. Cada una tenía un tamaño diferente y nuestras voces volaban por el amplio espacio sonoro. Desde los sonidos más graves, que parecen surgir de las entrañas de la tierra, hasta los más agudos que suben más alto que los intrépidos pájaros. También hice música con otros instrumentos muy diferentes a mí. Recuerdo cuando el clavicémbalo, o a menudo también un laúd, trazaba un camino de notas juguetonas, yo, lentamente o tal vez con alegría, paseaba como un ciervo corriendo por un bosque. A veces era yo quien acompañaba con mis notas graves al clavicémbalo. Juntos hacíamos el camino y era otro instrumento, de voz más aguda y clara, como un violín o una flauta, quien paseaba por el paisaje que nosotros dibujábamos.
He tocado en muchos lugares y países. Durante muchos años, en manos de Hannah, que creció conmigo. Luego, con el paso del tiempo, fueron otras manos las que me cuidaron. Tal vez no todas con el mismo afecto. A menudo he pasado de estar envuelta en las sedas más suaves a encontrarme completamente abandonada. Más de un músico me ha dejado en medio del frío o la lluvia mientras sus manos alzaban una copa de vino. La música que ha surgido de dentro de mí la han escuchado reyes y príncipes, pero también han bailado con mis sonidos desde la más alta nobleza hasta la gente más sencilla de los pueblos. Y todo esto forma parte de la vida y se refleja en mi cuerpo. Golpes y grietas han ido dibujando una historia, como las pequeñas arrugas que con los años muestran la sabiduría y la experiencia en el rostro de las personas. Y poco a poco, no sé si mi voz perdió la luz o tal vez mi forma de cantar parecía demasiado antigua, vi cómo me iban abandonando en un rincón.
Ahora, desde la vitrina veo la sonrisa de esta niña, que pronto será una joven, delante de mí. El mundo la llama y quiere llenarse de vida. Se va, ligera, seguro que sus manos algún día jugarán con los sonidos y la música llenará su vida.
Volvamos al siglo XVIII. Debo decir que mi existencia es muy larga. Mucho más de lo que puede vivir una persona. Varias generaciones de músicos han tocado conmigo. Y yo puedo seguir cantando cada vez con la voz más precisa, más rica. Pero son los seres humanos los que cambian y yo no sé si puedo cambiar mucho.
Durante mucho tiempo la familia de las violas de arco y la familia del violín compartimos numerosas partituras. Nuestras voces eran diferentes, pero todas podíamos tocar la misma música. Incluso a menudo tocábamos juntas. Pero la música, hecha por hombres y mujeres, se transforma, al igual que la sociedad y los lugares donde viven. Justo a mediados del siglo XVIII, parecía que la intimidad y sensibilidad de nuestro sonido, la voz de las violas, no era la más adecuada para la música que se empezaba a hacer. El sonido debía ser más brillante, más potente, más incisivo. Y los violines y violonchelos tenían las de ganar. Y ganaron. Y yo, la viola de arco baja, nacida de las manos de Barak Norman, conocí la segregación, la marginación y el olvido.
Ha pasado mucho tiempo, y ahora me fijo en esta mujer que tengo delante, solo nos separa un vidrio. Observando su mirada y sus manos puedo imaginar todo un mundo, sí. Veo la música en sus dedos, pero en algún momento de su vida otras cosas ocuparon esas manos y esos ojos. El arte de los sonidos quedó en silencio y otros deseos o necesidades llenaron su camino. Tal vez ahora habrá un cambio en su vida. Desea saber, me escucha con la mirada.
Le hablo.
El miedo al silencio, el terror al cambio, la transformación y la pérdida de identidad me trastornaron. ¿Un instrumento con una voz tan delicada como la mía podía transformarse para tocar lo que los músicos exigían?
Y las manos de un lutier trabajaron mi cuerpo. Perdí dos de las seis cuerdas que tenía. Las dos aberturas en forma de C, la boca por donde salía mi voz, fueron tapadas. Su lugar lo ocuparon dos aberturas en forma de f. Ya no cantaría como una viola de arco baja, ahora era un violonchelo.
4. Clavijero y diapasón 5. Detalle de tabla harmónica 6. Abertura acústica de la viola
El cambio vino acompañado de dolor, incertidumbre y miedo. No sabía quién era, no me reconocía.
¿Y mi voz? ¿Era yo?
Y vino el aprendizaje. Las manos de un joven pasaron largas horas trabajando conmigo. Al principio lo viví como ejercicios, pero mi voz y esas manos descubrieron una nueva música en esa suite para violonchelo. Las composiciones de Johann Sebastian Bach, que me habían transportado tantas veces más allá de la belleza de los sonidos, ahora me mostraban el canto del violonchelo, mi sonido, mi música.
Y este nuevo tiempo, este mundo que yo pensaba que no era el mío, me mostró un nuevo camino para descubrir la emoción de cantar. Cuando las manos del músico jugaban conmigo, mi voz podía ser suave como una palabra al oído. Pero también mi canto podía transformarse en un grito poderoso, fuerte, potente. Ya no pasaba tanto tiempo en soledad. Cada día compartía mi sonido con otros instrumentos y nuestros cantos llegaban más lejos. Los pequeños grupos de instrumentos se convirtieron en orquestas cada vez más grandes. Ya no era yo sola quien contaba una historia. Éramos un grupo de violonchelos que sumábamos nuestras voces para llenar el espacio de sonidos, deliciosamente armonizados con los otros instrumentos.
7. La mirada y el deseo
Dejo de hablar de mí. Vuelvo a las miradas que tengo delante. Veo en los ojos de esta mujer la fuerza y el deseo. Se va lentamente, me hace una última mirada y la sonrisa me dice que se va a vivir una nueva vida. Seguro que la música la acompañará.
Y delante de mí solo queda el hombre de los ojos llenos. De sabiduría, de vida. Sus manos han perdido la fuerza y la energía de la juventud, pero seguro que conservan la ternura y el recuerdo. Veo movimientos imperceptibles en esos dedos. Están viajando a través del espacio de los sonidos mientras su mirada me escucha.
No puedo recordar cuántos conciertos he hecho. No puedo saber cuántos escenarios he compartido. Recuerdo sí, todas las músicas que han surgido de dentro de mí. Las podría cantar todas. A menudo siento la falta de una o muchas voces de otros instrumentos. Las necesito para revivir esas músicas donde la emoción era compartir, sumar y crecer para expresar lo que solo la música puede explicar.
Y con el paso del tiempo una nueva soledad me invadió. No siempre las manos que te acompañan pueden salvarte de todo. Y poco a poco la dureza de los caminos deja la huella más profunda. Y mis viajes y mis conciertos se espaciaron hasta quedar en el olvido. Y la razón de mi existencia, el sonido, quedó encerrada dentro de mí. Y vino la oscuridad y el silencio.
Un día, hablo ya de principios del siglo XX, una cierta claridad me despertó de mi sueño. Me encontré rodeado de otros objetos desconocidos. No eran instrumentos musicales, éramos solo testigos del pasado que compartíamos un espacio. Un anticuario esperaba que alguna persona sensible podría interesarse por algún objeto.
Una tarde, una voz entró por la puerta y encontró en mi silencio la palabra. Yo había dejado de vivir para lo que había nacido, la música. Mi cuerpo maltratado por el tiempo yacía inerte. Solo dos cuerdas mal sujetas quedaban sobre mí, sosteniendo de manera casi imposible el puente sobre un cuerpo lleno de grietas. Las manos de una mujer, Orsina Baget, me tocaron. No buscaba en mí los sonidos de la música. Su mirada tocaba la belleza y sus ojos escuchaban la voz silenciosa del pasado. Fue en ese momento que sentí que, a pesar de mi silencio, podía hablar. Mis maderas explicaban el frío y el sol de aquel bosque que pintó, con la paciencia de los años, toda mi piel. Y la belleza de mis curvas y el color de mi barniz eran como ese documento que explicaba con todo detalle cómo trabajaba el maestro Barak Norman para transformar la materia en instrumento. Cada una de mis heridas, explicaba una historia y el desgaste de mis formas era como una partitura donde estaban escritas cada una de las notas que habían surgido de dentro de mí. Las huellas de todas esas manos que habían jugado conmigo eran una delicada suite de todas las melodías de mi historia.
8. Retrato de Orsina Baget; 9. Orsina Baget con una cítara de su colección
Pasé varios años compartiendo el espacio y las miradas de Orsina con un considerable grupo de instrumentos. Entre todos podíamos contarle muchas historias, ella sabía escuchar la ausencia del sonido y amar la belleza. Más tarde quiso compartir este tesoro y aquí estoy, en el Museo de la Música, explicándole mi vida. El rostro que me escucha me dice adiós. Ya sé que sus dedos han jugado con la música, ahora sabe escuchar mi silencio.
En la sala de al lado suenan unas notas. Es una viola de arco baja.
10. Viola da gamba baja, de Barak Norman, MDMB 412
Descripción de las imágenes:
- El paso del tiempo. Ilustración: Oriol Rossinyol. Foto instrumento: Jordi Puig
- Escultura del clavijero. Foto: Jordi Puig
- La mirada, el silencio y la palabra. Ilustración: Oriol Rossinyol. Foto instrumento: Jordi Puig
- Clavijero y diapasón. Figura izquierda: restauración virtual del clavijero original de viola. Clavijero con seis clavijas y diapasón de seis cuerdas. Figura derecha: estado actual transformado a violonchelo. Clavijero con cuatro clavijas y diapasón de ébano con cuatro cuerdas. Montaje: Oriol Rossinyol. Fotografías: Jordi Puig
- Detalle de la tapa harmónica del instrumento con una abertura acústica en forma de f. Se puede observar una silueta en negro, corresponde a la antiga abertura acústica en forma de C invertida. Foto: Jordi Puig
- Detalle de la C invertida habitual de las violas da gamba actualmente tapada, señalada en color gris. Foto: Jordi Puig.
- La mirada y el deseo. Ilustración: Oriol Rossinyol
- Orsina Baget Tarrés, esposa del historiador de arte Joaquim Folch i Torres. Su colección de instrumentos musicales ingresó en ell Museo de la Música en el año 1947. Foto: Fundació Folch i Torres. FFT 1352
- Orsina Baget Tarrés, con una cítara de su colección. Badalona, 1914. Foto: Fundació Folch i Torres. FFT 1350
- Viola da gamba – violonchelo. MDMB 412. Construida por Barak Norman en Londres el año 1713. En algún momento ha sido transformada a chelo pero la cabeza y el clavijero son originales. La tapa harmónica, abombada y con forma de ocho, originalmente tenía dos aberturas acústicas en forma de ce que fueron tapadas y abiertas de nuevo en forma de efe. Tiene el clavijero curvado y la cabeza está tallada con forma femenina de cabellos largos. Foto: Jordi Puig