Notícias
Una grabación sonora del 1350? Hemos de imaginar el deseo para inventar el artefacto
He insistido en diversos escritos que la música no es un objeto, sino que es una acción, un hecho a la vez social y físico en el mismo momento que se produce, se desvanece: se deshace y desaparece en el mismo acto de hacerlo. Así pues, el acto musical es equivalente al gesto, a la palabra dicha. Al acto de bailar y a los actos de enunciación verbal (teatro, discurso, prédica).
Empiezo por aquí con tal de hacer entender el largo proceso de transformación que con los siglos hemos ido aplicando a esta actividad comunicativa hasta que llegamos a imaginar una música como si fuera un objeto. Hasta tratarla como un objeto y, así, inventar mecanismos con tal de conservarla, fijarla, guardarla, comprarla y venderla. Es un proceso de reificación, es decir, que transforma una idea, una cualidad o un acto en una cosa; que lo concibe haciendo analogía a como nos relacionamos con los objetos físicos.
La metáfora gráfica –la escritura— del sonido (de ‘la música’ ya expresada en singular) fue una primera etapa: surgió en épocas en las que se quería vincular el dominio del acto sonoro con el poder y con la fijación, como fue el invento de la notación neumática en la época carolingia, y las posteriores notaciones desde los centros de poder de la Iglesia. Otra etapa es durante el poder feudal, con la escritura de las canciones de los trovadores. Pero los sonidos reales, los físicos, se los seguía llevando el viento. La escritura sólo servía de símbolo y de referencia para aquel que ya tenía dentro de la cabeza y el cuerpo la experiencia social (y física) del sonido. Las partituras y la imprenta potenciaron, eso sí, la figura del compositor, del creador que puede vender el diseño gráfico del sonido evanescente (y que sufre por quién le copia y le escatima las ganancias).
O sea, que poco a poco se va estableciendo la idea de objeto sonoro y los conceptos que ha ido produciendo: de obra, de compositor, de interpretación, de acumulación de bienes, de ventas y ganancias, de tesoro… en un camino del todo paralelo al despliegue del capitalismo.
Ahora bien, el deseo de conservar exactamente la experiencia sonora de aquello que hemos escuchado (sin necesidad de mediación de grafismos y de reinterpretación) sólo se podía producir a través de artefactos mecánicos que produjeran exactamente el mismo sonido. Las cajas de música y poca cosa más antes de la grabación moderna, producto ya de la segunda mitad del siglo XIX.
Durante años he defendido que no hay inventos socialmente aislados. Es necesario imaginar aquello que se quiere conseguir porque, con ingenio y aplicando técnicas, cuando la oportunidad se presente, el invento se pueda reproducir. Esto ha pasado con las ganas humanas de volar, de ir a la luna, o de comunicarse con alguien desde la distancia. Los inventos no aparecen porque sí; y nunca son el resultado de un solo ‘genio’ inspirado, sino que siempre son el resultado de un entorno social de deseos, de atmósfera compartida. De esta manera es más fácil entender por qué a menudo aparecen simultáneamente –o cas— en diferentes lugares del planeta o de una área cultural.
El confinamiento me ha llevado a releer ll decamerone de Giovanni Boccaccio para tropezar –en la novela décima de la sexta jornada— con un dato sorprendente en cuanto a grabaciones sonoras. Bocaccio se desahoga satirizando a los frailes que van por el mundo enseñando relíquias inimaginables, en una moda muy prolífica de aquellos años. Y mira por donde, entre una pluma del arcángel Gabriel, una uña de querubín, un dedo del Espíritu Santo, una botella con el sudor de san Miguel cuando combatió al demonio y los carbones con que fue asado san Lorenzo, aparece lo siguiente: “e in una ampolletta alquanto del suono delle campane del tempio di Salomone”. O sea, en la traducción de Francesc Vallverdú: “i en una ampolleta una mica de so de les campanes del temple de Salomó” [y en una botellita algo de sonido de las campanas del templo de Salomón]. Lo habéis entendido bien: el deseo de conservar un sonido era tan poderoso que, de la misma manera que habrían deseado volar por los aires ( y que atribuían a los poderes mágicos de la nigromancia), imaginaba conservar el sonido dentro de una botellita. Igual que se conservaría un olor. Y no un sonido cualquiera, sino un sonido que se habría producido entonces hacía unos 2.300 años. Seguramente sólo abrir la botellita el sonido se perdería en el aire para siempre más...
Más allá de la anécdota jocosa –y de la imagen bien hallada de Bocaccio!— el texto del humanista florentino es un documento precioso de una actitud social, de un deseo imparable: conservar el sonido para volverlo a escuchar fuera de su entorno, fuera del lugar y del tiempo en el que fue creado, donde fue hecha la acción humana comunicativa. Es una metáfora perfecta de la grabación entendida como una ‘miniaturización del sonido’ que se produce en una situación real y la posibilidad de ser trasladado en el espacio-tiempo (como tan bien nos describía Jacques Cheyronnaud en su enseñanza ahora hará unos treinta años). Boccaccio satirizaba, hace 670 años, el deseo humano de fijar y transmitir el sonido. De hacer, entonces, una grabación que pudiera ayudar a la débil memoria. Ahora bien, no se debía conservar cualquier sonido. Tenía que ser un sonido valioso, uno elegido para ser excepcional. Una reliquia sonora, un tesoro muy especial.