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La historia del disco postal auto editado
Andreu Suriol Farré, farmacéutico, nacido en Barcelona en 1894, y Dolors Escofet Bonsoms, nacida en Banyeres del Penedès en 1895, se casaron en este último municipio el día 4 de agosto de 1919. El 14 de junio de 1920 nació su primer hijo, mi padre Agustí.
Treinta y cinco años después decidieron hacer un viaje transatlántico y visitar Nueva York. Eso fue en agosto de 1954.
De cómo era Nueva York aquellos días nos lo explica Josep Pla en su obra Week-end (d’estiu) a Nova York, ya que coincidió en el viaje en la “Motonave Guadalupe” con mis abuelos. Cabe decir que entre ellos y Pla no había ninguna relación: no eran ni amigos, ni conocidos, ni saludados. O eso es lo que siempre he pensado.
Como era natural, subieron al edificio más alto del mundo en aquella época: el Empire State Building, donde se encontraron con una máquina grabadora y editora de discos, con la que, por medio de una (o unas) monedas, podías inmortalizar tu voz durante una duración muy corta en un vinilo de tamaño pequeño.
El vinilo había pasado por mis manos muchas veces sin que la curiosidad para escucharlo fuera suficiente. Últimamente, mientras hago repaso de mi vida con el fin de dejar memoria familiar escrita, lo puse en el reproductor y, oh, sorpresa: el diálogo entre un hombre y una mujer que hablan de cuestiones intranscendentes, que si la comida les había costado poco más de un dólar, que si estaban allí porque celebraban los treinta y cinco años de casados, cosa que me hizo pensar que aquellas voces eran las de mis abuelos.
Contacté con el Museu de la Música de Barcelona, a quienes he hecho donación del disco y con el deseo de modular la velocidad de reproducción, porque las voces me parecen todavía demasiado agudas, pese al buen trabajo hecho para editarlo (hemos pasado de las 75rpm iniciales a las 69rpm definitivas).
Podéis escucharlo en este enlace.
La corta historia de un exilio
Aunque la relación de estos hechos con la música es tangencial, ilustran una anécdota de los fatídicos días de febrero y marzo de 1939, cuando ocurrió la huida a Francia por el imparable ataque de las tropas franquistas.
Mi padre Agustí, llamado a filas con dieciocho años, era uno de los jóvenes a los que llamaron la “Quinta del biberón”. Creo que estaba en una compañía de Intendencia y fue retrocediendo hacia La Seu d’Urgell, donde servía en la cocina.
A pesar del mutismo de muchas de las personas que sufrieron aquella Guerra incivil, alguna cosa había pescado yo de sus vivencias. Como el resto de compañeros, pasó la frontera (él en una ambulancia) y allí los registraron. Decía que llevaba dos maletas, una con leche condensada y otra con… ¡DISCOS! Qué cosa más rara, y para mí, inexplicable.
Los discos le fueron requisados, y ya no supimos nada más de ellos. En cambio, los botes de leche condensada le sirvieron —al volver a España, donde fue internado en el campo de concentración de Santoña— para reanimar a otro arbocense desnutrido que se encontró. Cosa que no habría podido pasar si le hubieran dejado la maleta con los discos.
Siendo un poco macabros, si en lugar de la leche condensada vivificadora, le hubiera dado algún disco a su amigo, no podría ser otro que el Réquiem de Mozart.