LA ENTREVISTA | Catherine Walsh: “La interculturalidad debe implicar conflicto, incomodidad, reflexión y acción”

Catherine Walsh es académica y activista, reconocida como una de las voces más influyentes del pensamiento decolonial y de la interculturalidad crítica en América Latina. Radicada en Ecuador, colabora con movimientos sociales e investiga formas alternativas de conocimiento y de resistencia que desafían las estructuras de poder establecidas.
En esta conversación, aprovechando su visita a Barcelona, hablamos con ella sobre sus libros, sobre interculturalidad, género y los debates contemporáneos que atraviesan estos temas, explorando sus reflexiones y propuestas para pensar y vivir de manera más crítica y transformadora.
¿Qué te trae a Barcelona en esta ocasión?
Gracias por la invitación. Estos días estuve participando en un foro anticolonial y antirracista en la Universidad Autónoma de Barcelona, que fue lo que me trajo hasta aquí. Pero también quería aprovechar la oportunidad para escuchar, para sentir de cerca las conversaciones y debates que están emergiendo hoy en Barcelona, en Cataluña y en este territorio más amplio que conocemos como España.
Tu obra y propuesta sobre la “interculturalidad crítica” es muy conocida en el contexto latinoamericano. ¿Nos podrías explicar en qué consiste?
La idea de interculturalidad crítica parte de reconocer que no basta con promover el encuentro “armónico” entre culturas. Ese enfoque, tan común hoy en discursos institucionales o educativos, olvida que la interculturalidad nace precisamente de los conflictos, de las desigualdades y de las violencias históricas que estructuran nuestras sociedades.
Cuando hablo de interculturalidad crítica, me refiero a un proceso que debe pensarse en tres niveles interrelacionados.
El primero tiene que ver con lo relacional: con las formas en que convivimos en sociedades marcadas por jerarquías de raza, género o clase. No importa si estamos en Ecuador, en Barcelona o en cualquier otro lugar: en todos operan sistemas de clasificación que definen quién es visto como “superior” o “inferior”, quién pertenece y quién no. Pero esas jerarquías cambian con el tiempo —basta mirar cómo cada nueva ola migratoria reordena esas categorías. Analizar críticamente esas relaciones sociales, en su contexto concreto, es un primer paso fundamental.
El segundo eje se sitúa en las instituciones. Porque esas jerarquías no sólo se viven entre personas: se reproducen en los espacios que conforman la vida social —la educación, la familia, la religión, los museos, los centros culturales. A menudo con buenas intenciones, estas instituciones siguen ofreciendo representaciones folclorizadas o simplificadas de las “otras” culturas, reforzando la idea de quién tiene voz y quién sólo puede ser objeto de mirada. Pensar una interculturalidad crítica implica, entonces, preguntarnos cómo funcionan estas instituciones en cada contexto y de qué modo pueden transformarse desde dentro.
El tercer nivel es el estructural. Nos invita a mirar la sociedad en su conjunto, marcada por una matriz colonial de poder que atraviesa lo económico, lo político y lo cotidiano. ¿Cómo hablar de interculturalidad cuando tantas personas no tienen acceso a vivienda, trabajo o alimentación digna? En contextos como el de Barcelona, por ejemplo, esa desigualdad material es inseparable de las dinámicas coloniales y raciales que siguen operando.
Por eso, más que un sustantivo, prefiero entender la interculturalidad como un verbo, como una práctica en movimiento: interculturalizar críticamente, abrir grietas y fisuras dentro de los espacios en los que estamos —una universidad, un museo, una escuela—. No se trata de “descolonizar” de arriba abajo, sino de crear pequeñas rupturas que cuestionen las formas de ver, pensar y relacionarse.
No hay un manual para hacerlo. Cada contexto tiene sus propios “cómos”, sus propias maneras de construir estas pedagogías y praxis decoloniales. Y sí, a veces implica incomodidad, conflicto, tensión. Pero es precisamente en ese movimiento, en ese pensar–hacer continuo, donde la interculturalidad crítica cobra vida.
¿Cómo imaginas que debería transformarse el modelo intercultural para abordar de manera más efectiva los desafíos sociales, políticos y culturales actuales?
Hoy, la palabra “intercultural” ha perdido fuerza en muchos lugares. En mis días en Barcelona, escuché debates en instituciones, gobiernos y espacios educativos, y también reflexioné sobre cómo se piensa en América Latina y otros territorios. Mi preocupación es que, a veces, la interculturalidad se reduce a algo meramente relacional: un contacto armonioso entre individuos. Claro, las relaciones importan, pero si ignoramos los conflictos y las violencias históricas, se pierde el sentido profundo de este concepto.
Cuando empecé a trabajar con la interculturalidad en Ecuador, no lo hice siguiendo un libro o una política pública: surgió del movimiento indígena como un proyecto político, epistémico y existencial. Implicaba tres ejes interconectados: las relaciones sociales marcadas por racismo, discriminación y racialización; la forma en que las instituciones —como la educación— reproducen jerarquías, naturalizan diferencias y niegan historias diversas; y las estructuras sociales que sostienen desigualdades. Aquí me viene a la mente la advertencia de Chimamanda Adichie sobre “el peligro de una sola historia”: si contamos solo una versión de la historia, invisibilizamos múltiples formas de conocer y existir. El desafío era entretejer estos tres ejes, no trabajar solo uno.
Hoy, demasiadas veces, la interculturalidad se entiende solo como armonía, como inclusión. Pero incluirse en un sistema que reproduce desigualdades no es suficiente. Hay un riesgo de que se transforme en discurso vacío, en “normalización” y “naturalización” de las diferencias, perpetuando lo que podemos llamar diferencia colonial. Por eso, la interculturalidad debe implicar conflicto, incomodidad, cuestionamiento constante, y ser también accional: pensamiento que se convierte en acción concreta.
Se trata de construir espacios distintos en museos, escuelas o universidades, enfrentando el hecho de que nuestra sociedad puede desexistir: fragmentar, separar y desvalorizar formas de vida. La interculturalidad crítica busca relacionalidad: formas de existir y coexistir que cuestionen el sistema, que permitan otros modos de vivir, sentir y aprender juntos. Y no es un trabajo individual: requiere hacerlo colectivamente, tejiendo posibilidades, provocando pensamiento y acción desde distintos cuerpos, historias y experiencias.
Estos desafíos no son solo de Barcelona o Cataluña; los enfrentamos en América Latina y en muchas partes del mundo globalizado, donde un solo modelo de conocimiento y organización social tiende a imponerse. La interculturalidad, pensada críticamente, es siempre un proyecto por construir: un espacio para cuestionar, actuar y crear relaciones más justas, relacionales y vivas.
¿A qué te refieres con interculturalidad funcional?
Cuando hablo de interculturalidad funcional, me refiero a la forma en que el propio sistema ha cooptado el concepto de interculturalidad y lo ha convertido en algo útil a sus intereses. Es decir, una interculturalidad que no cuestiona las bases del poder, sino que las mantiene intactas, aunque con un lenguaje más inclusivo y políticamente correcto.
En esta lógica, la interculturalidad funciona como un complemento del sistema —como parte de su imagen democrática—. Las instituciones la adoptan para mostrarse abiertas y diversas, de manera similar a lo que ocurre con las políticas de inclusión o con el discurso del multiculturalismo. Se reconoce la diversidad, se la celebra incluso, pero sin alterar las jerarquías sociales que sostienen la desigualdad.
Podemos verlo en muchas políticas públicas actuales: se habla de inclusión étnica, cultural, sexual o de capacidades diversas; se crean programas, se redactan documentos, se listan derechos. Sin embargo, si observamos con atención, las estructuras racistas, patriarcales, adultocéntricas y capitalistas siguen operando igual. En realidad, lo que hace esta interculturalidad funcional es reafirmar el sistema, al presentarse como una señal de progreso.
Es peligrosa precisamente por eso: porque da la impresión de que algo ha cambiado, de que por fin el Estado o las instituciones reconocen aquello que antes negaban. Pero ese reconocimiento muchas veces es una victoria aparente, casi simbólica, que no transforma las condiciones materiales ni las relaciones de poder.
En última instancia, esta forma “funcional” de la interculturalidad sirve para neutralizar la crítica, para domesticar las luchas, para individualizar y silenciar. Se convierte en una política pública “bonita”, pero vaciada de contenido político y transformador.
¿Crees que resignificar el término interculturalidad sigue siendo una tarea posible, o más bien necesitamos encontrar nuevas palabras para hablar de lo que planteas?
Creo que lo que está pasando con la palabra interculturalidad es algo que ha ocurrido con muchos conceptos: nacen con una fuerza política, pero con el tiempo se van cortando, domesticando, funcionalizando. Hace años escribí sobre las diferencias entre la interculturalidad relacional, la funcional y la crítica. Pero incluso esa llamada “interculturalidad crítica” ha sido absorbida: aparece en políticas públicas, en programas institucionales, como si ponerle el apellido “crítica” bastara para transformar algo. Por eso, durante un tiempo decidí dejar de hablar del término. Pensé: ya está, basta.
Sin embargo, los contextos actuales me han hecho repensarlo. En varios países, como en México, hay procesos interesantes, como una reforma educativa que busca incorporar la interculturalidad crítica no solo como discurso, sino como práctica viva: repensar la educación desde abajo, desde los propios espacios —las escuelas, las universidades, los barrios—, con la participación de estudiantes, docentes, madres, padres, niños y niñas. No como una política del gobierno hacia la gente, sino como una provocación que nace de la gente misma.
Por eso pienso que quizá no se trata de desechar el término, sino de observar cómo se está resignificando en la práctica. Cómo se está sembrando de otra manera, con base en la acción, en el construir y reconstruir cotidiano. Los términos “críticos” siempre corren el riesgo de ser cooptados por el sistema, y la respuesta no siempre es inventar nuevas palabras, sino incomodar las existentes, moverlas, tensionarlas, preguntarnos de qué estamos hablando cuando las usamos.
Hace años también escribí sobre la relación entre interculturalidad y decolonialidad: no se pueden separar. Si realmente queremos construir proyectos que transformen, no basta con “descolonizar” el museo, la educación o la universidad desde arriba. Los procesos de cambio verdaderos se tejen desde abajo, desde las experiencias y prácticas concretas que poco a poco van filtrándose en las estructuras.
Entonces, cuando un gobierno o una institución adopta el discurso de la interculturalidad, debemos preguntarnos: ¿desde dónde y para quién se está haciendo? ¿Qué intereses lo mueven? La clave está en sembrar procesos con la gente, desde sus propios lugares, para que eventualmente puedan impulsar transformaciones institucionales o políticas públicas, pero sin perder esa raíz de abajo hacia arriba.
Yo misma vivo esa tensión: por un lado, me resisto a seguir usando una palabra tan desgastada; por otro, veo experiencias vivas que la resignifican y la hacen moverse otra vez. Tal vez no tengamos respuestas cerradas, pero sí la necesidad de seguir habitando el término de manera crítica, incómoda y esperanzada.
Tanto en El género muy otro y su más allá como en Agrietar la universidad. Reflexiones interculturales y decoloniales por/para la vida, abordas temas complejos sobre género, educación y decolonialidad. ¿Cuál es la idea central que atraviesa ambos libros y que guía tu análisis?
En realidad, los dos libros se conectan, así que puedo explicarlos juntos.
Agrietar la universidad. Reflexiones interculturales y decoloniales por/para la vida es una colección de ensayos que escribí entre 2002 y 2022, cuando dejé la universidad después de más de cuarenta años de enseñar. Gran parte de mi carrera la pasé en universidades que se consideraban progresistas, preocupadas por la vida y la justicia. Pero, especialmente en los últimos veinticinco años, mi experiencia en una universidad en Ecuador me mostró cómo incluso estos espacios pueden volverse muy conservadores. Creo que esto refleja lo que pasa en muchas universidades del mundo: un modelo global de conocimiento único, a menudo muy masculino, patriarcal, eurocéntrico y, en ocasiones, alejado de la realidad que lo rodea.
Durante años luché por “agrietar” esos espacios: abrirlos a debates interculturales y decoloniales, crear lugar para otras voces y reflexiones. Pero con el tiempo, algunos de esos espacios también se cerraron. Este primer libro es, entonces, una reflexión sobre esa necesidad de actuar, de no quedarse con los brazos cruzados, y también sobre la realidad de que algunas instituciones son imposibles de reformar desde dentro, por lo que hay que buscar estrategias distintas.
El segundo libro, El género muy otro y su más allá. Movimientos, lenguas, androginias, nace de una inquietud que llevo más de doce años explorando: pensar el género más allá del sistema moderno-colonial del que nos habló la feminista decolonial María Lugones. Se trata de imaginar otras maneras de vivir el género, más allá de la categoría misma, que sabemos es muy colonial. Este libro es colectivo, un espacio de pensamiento que busca provocar diálogo, reflexión y acción. No es un libro teórico abstracto: busca movernos, cuestionarnos, sembrar posibilidades distintas. Invita a leer, pensar y también a escribir nuestros propios relatos.
Para mí, ambos libros son urgentes en los tiempos que vivimos: nos recuerdan que pensar y actuar críticamente es una necesidad vital, no solo académica.
Desde una perspectiva intercultural y crítica, ¿cómo podemos repensar el concepto de género y sus implicaciones en nuestras sociedades?
Si pensamos en los feminismos en plural y en los distintos esfuerzos por pensar el género, promover igualdad o cambiar políticas públicas, todos esos trabajos son muy importantes. Pero yo me pregunto: ¿de qué manera hemos intervenido realmente en lo que llamamos “género”? ¿Qué entendemos por este concepto y cómo se ha usado, por ejemplo, para marcar la cuestión de la mujer?
Desde mi perspectiva, siempre ha existido la posibilidad de vivir el género de maneras distintas, e incluso de vivir más allá del género. Esto no es algo moderno: ha existido en Abya Yala, en América Latina, y también en otras partes del mundo. Para mí, esto es una pregunta que viene desde la infancia, desde los relatos que me contaba mi abuela paterna sobre un mundo relacional donde no había separación estricta entre humanos y seres no humanos, ni divisiones rígidas entre personas, ancestros y ancestras, y quienes estamos vivos hoy.
Hoy, en un mundo tan individualizado y marcado por la violencia y la fragmentación, me pregunto: ¿cómo reconstruimos esa perspectiva relacional que propone, por ejemplo, la feminista de Trinidad y Tobago, Jacky Alexander? ¿Cómo pensamos la vida sin normalizar ni separar, sino buscando vínculos más relacionales entre los cuerpos y los seres?
Parte del proyecto de mi libro surge de esa necesidad. Pero no es solo mi voz: hay muchos otros cuerpos y experiencias que aportan sus propias perspectivas, sus luchas, sus relatos. Se trata de construir espacios distintos para existir, resistir y vivir, frente a un mundo que a menudo promueve la separación y la desexistencia.
Después de vivir treinta años en Ecuador, y en diálogo con otros territorios, siento que necesitamos formas de relacionarnos que no reproduzcan la separación ni la naturalización, sino que abran posibilidades de coexistir de manera más relacional. Diferentes cuerpos, distintas formas de ser, de pensar y de estar en el mundo. Para mí, esto no es solo teoría: es una urgencia vital, un modo de provocar, de pensar, de actuar y de ser en estos tiempos.
En tu libro El género muy otro y su más allá abordas la crítica al sistema moderno-colonial de género. Actualmente, los debates sobre género incluyen temas como las identidades trans, la crítica a la binariedad, el trabajo sexual, el abolicionismo y las políticas punitivistas promovidas incluso desde algunos movimientos feministas. ¿Cómo dialoga tu propuesta con estas discusiones, y qué reflexiones ofrece tu libro sobre estas tensiones contemporáneas?
El libro El género muy otro y su más allá es un proyecto colectivo, pensado desde las experiencias encarnadas y corporales de quienes participan. No se trata de un texto académico que busca ofrecer teorías cerradas, sino de una invitación a pensar, sentir y dialogar sobre el género desde distintas perspectivas y vivencias. Incluye narrativas, cartas, poesía y reflexiones personales que muestran cómo se vive y se experimenta el género de manera diversa y relacional.
Por ejemplo, en Una carta a mi hije para sembrar, una persona transfeminista y transmasculina que aún tiene útero describe su experiencia de gestar un bebé inspirándose en la noción del caballito de mar, el único ser animal donde lo masculino da vida, rompiendo así la lógica reproductiva tradicional. Otro capítulo, de María Candina (Cosa Cura), reflexiona sobre su experiencia como inmigrante ecuatoriana en Italia, trabajando en un hotel y enfrentando las tensiones de la ultraderecha europea, mientras procesa la pérdida reciente de su pareja. Estos relatos muestran cómo el género no se vive solo en términos binarios, sino en la interacción entre emociones, memoria, cuerpo y entorno social.
El libro también incorpora perspectivas indígenas y cosmologías andinas. Samai Kanyamak, por ejemplo, aborda lo femenino y lo masculino no como cuerpos sino como energías, explorando cómo esas nociones se articulan con la vida cotidiana y con formas de relación distintas a la lógica occidental binaria. Faby Barba, un bailarín ecuatoriano residente en Bélgica, comparte sus miedos y experiencias de desplazamiento entre contextos culturales distintos, mostrando cómo el género se entrelaza con la migración y las identidades múltiples. Silvia Marcos aporta la perspectiva de los feminismos zapatistas, donde identidades que no se ajustan a la lógica binaria —como personas que son a la vez hombres y mujeres— son reconocidas y valoradas ancestralmente en la comunidad.
Otro eje central del libro es la reflexión sobre la lengua y el nombrar. Alicia Ortega analiza las lenguas andrógenas y la dificultad de nombrar a les hijes y estudiantes en contextos educativos y literarios, abordando cómo la lengua misma puede reforzar o desafiar las categorías de género. La tensión entre política identitaria, normas sociales y vivencias corporales aparece también en mi propio texto, donde revisito mi experiencia desde la niñez hasta la vida adulta, cuestionando la separación binaria y proponiendo una forma más fluida, relacional y encarnada de entender la energía femenina, presente incluso en cuerpos biológicos masculinos.
El hilo conductor del libro no es dar respuestas definitivas, sino provocar reflexión, diálogo y movimiento. Cada capítulo invita a leer, conversar y cuestionar, generando espacios donde se puede compartir experiencias y emociones que rara vez se reconocen en sociedades cada vez más controladas y políticamente correctas. Los textos cuestionan no solo la binariedad de género, sino también las jerarquías, la discriminación, las violencias simbólicas y materiales, y las tensiones dentro de los propios movimientos feministas contemporáneos, donde algunas corrientes radicales excluyen a personas trans o transfeministas.
El subtítulo Movimientos, lenguas y androginias sintetiza la intención del libro: habla de pluralidad, desplazamiento, cuerpos y energías en constante movimiento, de pedagogías decoloniales y de cómo confrontar la rigidez de la norma sin imponer soluciones, sino creando espacios para el encuentro, la reflexión y la posibilidad de vivir de otra manera. El libro busca abrir grietas y fisuras en la comprensión del género, provocando discusiones, generando conversación intergeneracional y sembrando prácticas que permitan pensar y habitar el género desde una perspectiva más fluida, relacional, encarnada y profundamente humana.