Religión y ciencia: una batalla irresoluble

Escribir sobre el binomio ciencia/religión es relativamente sencillo cuando te colocas cómodamente en un lado, o en el otro, de la trinchera. Es más complicado cuando lo que pretendes es interrogar, cuestionar, el binomio mismo con el objetivo de comprender qué se esconde detrás. La mirada sociológica, agnóstica por excelencia, puede ser una buena aliada. El objetivo no es buscar culpables, ni conmemorar a nadie, sino reflexionar de forma crítica sobre cómo construimos las categorías, cómo se reproducen dichas categorías y qué consecuencias tiene todo ello.

La mirada filosófica, y teológica, ha sido la que históricamente ha dominado el debate sobre ciencia y religión. A grandes rasgos se han construido dos posiciones diferenciadas. La primera, y la más conocida, es la que describe la religión como enemiga principal de la ciencia, y como freno para el progreso del conocimiento. La figura de Galileo Galilei, la propia existencia de la Inquisición católica o la imposición autoritaria de discursos religiosos para explicar fenómenos naturales avalan esta tesis. La religión, como institución, no ha tendido históricamente a potenciar el pensamiento científico. Una segunda posición, que también tiene numerosos seguidores, es la que defiende la complementariedad, y fluida convivencia, entre ciencia y religión. Científicos con un gran papel histórico como Maimónides, Averroes o el propio Gregor Mendel son citados como referentes, como personas profundamente inmersas en mundos religiosos pero al mismo tiempo capaces de hacer aportaciones primordiales al mundo de la ciencia. En este caso, la religión no es percibida en oposición al mundo científico, sino en complementariedad. Dentro de esta posición, existen matices. Algunos consideran que ambos sistemas de pensamiento responden a necesidades y a órdenes de verdad diferentes (y compartimentados) y que pueden convivir sin conflictos mientras cada uno se mantenga dentro de su compartimento. Otros van más allá y defienden que el diálogo entre ambos mundos puede producir avances sociales, culturales y científicos relevantes.

Desde la mirada sociológica, el debate toma otro vuelo. Ya no se trata de hacer un juicio a la historia de la relación entre ciencia y religión. El interés tampoco radica en aclarar la controversia normativa, o las aspiraciones ideológicas subyacentes. Desde la sociología, el objetivo es más modesto, más empírico, menos atemporal. La voluntad es comprender cómo se articula, y se vehicula, el debate ciencia/religión en nuestra sociedad contemporánea y cuestionar algunos clichés que a menudo se mezclan. Se trata de revisar las prenociones, los prejuicios, o aquello que damos por descontado cuando pensamos sobre ciencia y religión hoy día e intentar averiguar las complejidades que hay asociadas. Este artículo es una primera cata de ello.

 

CIENCIA Y RELIGIÓN: ¿BLOQUES HOMOGÉNEOS?

La teoría de la secularización de la sociedad pronosticó, décadas atrás, que la ciencia sustituiría la religión en tiempos de modernidad. La existencia de la religión era percibida como incompatible con los avances científicos y se consideraba que la modernidad arrinconaría, definitivamente, el rol –y el poder– de las religiones. La ciencia tiene hoy un prestigio social indiscutible a escala mundial, pero las religiones no han desaparecido. Las explicaciones científicas no han eliminado las creencias religiosas. La tesis de la sustitución no se ha cumplido como se había previsto. Así, y a pesar del impulso indiscutible de la secularización durante el siglo XX, una ojeada a la realidad hace evidente la relación entre avance social de la ciencia y de la religión, no mecánica ni lineal, y no la podemos describir como un juego de suma cero.

Para entenderlo, lo primero que hay que poner de relieve es la dificultad de hablar de “la ciencia” y “la religión” en abstracto. Cada una de estas esferas es profundamente heterogénea y está en constante transformación. Desde el punto de vista sociológico, la trampa de los debates sobre la relación entre ciencia y religión a menudo radica en que reproducen la dicotomía de una lucha entre dos categorías abstractas y descarnadas, mientras coescriben la narrativa de una ciencia basada en la racionalidad pura y una religión hecha de irracionalidad pura. La catalogación de la ciencia como racional, y de la religión como irracional, puede tener una lógica en el terreno normativo, pero es difícil encontrar su translación en los quehaceres de la vida cotidiana. El juicio de validez de las razones científicas es a menudo un acto de fe, de confianza, y no de racionalidad. El nivel de pericia científica que requeriría poder comprender de forma racional el mundo que nos rodea en su totalidad es seguramente inalcanzable para un simple humano. Hay cosas (a menudo, muchas cosas) que no podemos explicar racionalmente porque no tenemos el conocimiento para hacerlo. Me refiero a cuestiones como el significado de la tecnología ARN vinculada a las vacunas, las características que hacen de Marte un planeta habitable o la importancia de la “default network” para el cerebro, por citar solo tres ejemplos. Ahora bien, no saber explicarlo de forma racional, o no disponer de las herramientas para validarlo científicamente, no quiere decir que automáticamente caemos en la esfera de la irracionalidad. Como personas inmersas en nuestra cotidianidad, tenemos confianza, creemos en lo que nos dice el personal sanitario de nuestro CAP o nuestra amiga científica, el artículo que publica un periódico o una revista en que confiamos. No entender racionalmente, o no saber explicar racionalmente, un determinado hecho o fenómeno no te ubica de forma automática en el terreno de la religión, ni en el de la irracionalidad. En cierta forma, y cuando nos centramos en la esfera de la cotidianidad, en cómo se vive el debate entre ciencia y religión en el día a día, se pone de manifiesto que la distinción entre racionalidad/irracionalidad pertenece a otro orden de cosas. En este sentido, según qué aportaciones científicas pueden resultar sumamente “irracionales” a los ojos de una persona corriente, a la vez que según qué “creencias religiosas” pueden ser percibidas en términos racionales por otras. Las instituciones sociales, tanto las científicas como las religiosas, son cruciales a la hora de mediar, y de articular aquello que consideramos “racional” o “irracional”.

 

OPOSICIÓN A LA CIENCIA: ¿ENMIENDA A LA TOTALIDAD?

La ciencia y la religión son esferas heterogéneas que no pueden ser tomadas como un todo indisociable y uniforme, y para entender su complejidad no nos podemos quedar atrapados en el binomio racionalidad/irracionalidad. Hay muchas religiones en el mundo y, como dice el sociólogo Joan Estruch, muchos “estilos de creencia” diferentes. Las formas de creer, de aprehender la religiosidad, son profundamente diversas en nuestro mundo contemporáneo. Mientras que existen estilos de creencia que se atrincheran cognitivamente tras los dogmas religiosos, hay otros que adoptan posiciones negociadoras, o conciliadoras. Ahora bien, no es solo que cognitivamente nos encontramos en un mundo poblado de individuos con formas distintas de gestionar la relación entre ciencia y religión, sino que incluso un mismo individuo puede adoptar posiciones diferentes en función de la temática, el contexto o el momento. Me explico. La oposición a la ciencia por parte de grupos o personas religiosas raramente es una enmienda a la totalidad. Es más, es difícil imaginar hoy día grupos o personas que puedan (y quieran) hacer una enmienda a la totalidad del conocimiento científico. La oposición, a menudo, no se formula en términos generales, sino específicos: no es una oposición a todas las formas de conocimiento científico, sino a un elemento concreto, o a una tecnología específica. En este sentido, son interesantes las investigaciones llevadas a cabo en contextos anglosajones, en las que se ha puesto de relieve que, por ejemplo, la mayoría de individuos que se oponen a la teoría de la evolución –desde posiciones creacionistas– no tienen ningún problema en aceptar la mayoría del resto de tesis científicas. Sucede lo mismo en otros campos. También aquellos que ponen en cuestión las vacunas generalmente no polemizan sobre la eficacia de la anestesia general en las intervenciones quirúrgicas ni cuestionan la teoría de la relatividad. Esta negación selectiva, o este cuestionamiento específico, desafía la mirada tradicional que ha tendido a explicar el binomio ciencia/religión como la existencia de dos bloques homogéneos, enfrentados, que se articulan siguiendo los principios de racionalidad/irracionalidad. Por lo tanto, desde esta perspectiva, aquello interesante de explicar sociológicamente no es el debate en términos generales, sino comprender la idiosincrasia concreta: ¿por qué hay grupos religiosos que ven la teoría de Darwin como una amenaza a su cosmovisión religiosa? Y ¿por qué consideran la teoría de Darwin problemática y no la mayoría de otras teorías científicas? O ¿por qué los Testigos cristianos de Jehová se oponen a las transfusiones de sangre y no a las vacunas? Y ¿por qué hay determinados grupos religiosos de tipo ortodoxo que se oponen a las vacunas pero no a los antibióticos? Para entender este tipo de cuestiones no nos sirven las explicaciones generalistas, de alcance totalizante. Necesitamos una perspectiva histórica, situada, contextual, que nos ayude a identificar cómo se han construido determinadas categorías y percepciones específicas sobre lo “correcto” o “incorrecto”, sobre lo asumible y lo que no lo es, y cómo se han articulado con dinámicas comunitarias, de poder y de vida.

Y es que no podemos pensar la adhesión –o la no adhesión– a la ciencia como fruto de una decisión cognitiva, razonada. La confianza, o no, en la ciencia es fruto de la articulación de diferentes factores –a menudo vivenciales, de identificación comunitaria, de trayectoria biográfica– que van mucho más allá del elemento cognitivo, de la reflexión o de la decisión racional. Cada vez son más numerosas las investigaciones sociológicas que muestran que la identificación con la ciencia es principalmente fruto de ciertas dinámicas culturales, como también lo es la oposición a determinados principios o tecnologías científicas. Son las investigaciones de este tipo las que han cuestionado las conocidas como teorías del déficit cognitivo, que atribuyen la oposición a determinadas teorías o tecnologías científicas a la falta de información. Durante décadas se pensó que la oposición al progreso científico era consecuencia de la falta de información, o la incapacidad de comprensión, de los principios científicos por parte del público general. Por eso se hacía hincapié en las campañas de información, y se argumentaba que la educación era el antídoto más importante contra la expansión de formas de oposición, o cuestionamiento, ante los “avances científicos” –desde los transgénicos hasta las terapias genéticas u hormonales o la teoría de la evolución. La mayoría de los estudios actuales cuestionan dicha visión. La información es importante, pero en ningún caso es el único factor que explica las actitudes, y aproximaciones, de la población hacia la ciencia.

 

DE INSTITUCIONES, HISTORIA Y PODER

Y es que ni la ciencia ni la religión son solo principios cognitivos. Son, también, instituciones. Y como tales forman parte de un entramado social, político, cultural y económico que va evolucionando. Analizar el debate ciencia/religión es, por lo tanto, tener en cuenta que este no se produce solo en la esfera de las ideas, sino que va mucho más allá. Tenerlo claro es crucial para entender sus implicaciones. Pondré un ejemplo. Si comparamos las cifras de vacunación de la COVID-19 en el Estado español con las de otros países del mundo, nos damos cuenta de que aquí son mucho más altas. La reticencia hacia las vacunas es mucho más baja que en otros países como Estados Unidos, Francia o Nigeria. Para explicar las razones tras esta aceptación, el sociólogo Pep Lobera explica que no es que aquí la gente tenga más capacidad para comprender los principios de las vacunas y su funcionamiento. Es, más bien, que en el contexto del Estado español tenemos un sistema de salud que se ha ganado la confianza de la ciudadanía y en el cual el personal médico goza de reconocido prestigio. Como sociedad tendemos, por lo tanto, a confiar en el sistema de salud, y cuando desde los estamentos médicos nos aconsejan que nos vacunemos, la mayoría de nosotros lo hacemos sin demasiadas dudas. Esto no es casualidad. Es fruto de una larga trayectoria de construcción de un sistema público de salud y de creación de confianza. Tampoco es casual que en determinados países, o que entre determinados grupos poblacionales, la desconfianza en las vacunas sea mucho más alta. El sociólogo canadiense Paul Bramadat explica, por ejemplo, que la desconfianza de determinadas comunidades indígenas hacia el sistema médico, y también hacia las vacunas, no es casual. La ciencia, y la medicina, en determinados momentos de la historia se han utilizado para subyugar a grupos sociales determinados, se han utilizado como método de dominio y opresión (véase, por ejemplo, las campañas de esterilización). En estos contextos, la oposición a determinadas tecnologías biomédicas no es consecuencia, por lo tanto, de una menor comprensión de los principios científicos, sino que es el resultado justificado (y racional) de un sistema de opresión que ha utilizado la ciencia a su antojo.

 

ESPIRITUALIDAD: ¿UNA TERCERA VARIABLE EN DISCORDIA?

Al analizar el debate sobre ciencia y religión, también es muy importante poner en relieve que los límites entre religión y ciencia no son fijos ni estables, sino contingentes y sometidos a una negociación constante. La frontera que identifica y delimita la diferencia entre ciencia y religión es un espacio de tensión, de lucha, que se transforma con el transcurso de los años, o de los siglos. Echar una ojeada al horóscopo no lo consideraríamos hoy una actividad perteneciente al ámbito científico, pero quizás en otros momentos de la historia sí. O mientras que la teología es una actividad claramente insertada dentro del mundo religioso, las ciencias de la religión nacen como disciplina con voluntad de alcanzar un estatus científico (y hay quien se lo discute). ¿Qué es lo que delimita la frontera entre lo “científico” y lo “religioso”? ¿Podemos identificar unos criterios que nos permitan distinguir claramente entre lo uno y lo otro? No es evidente. El DIEC define la ciencia como el “conocimiento exacto de un cierto orden de cosas”, pero ¿cómo garantizamos la cualidad de exacto, y qué es lo que nos lo proporciona? Seguramente la tesis que obtendría más consenso es la de considerar que es el “método científico” el que marca la diferencia, y el elemento que se convierte en el marcador que dibuja la frontera. Ahora bien, todos los que han estudiado, con más o menos profundidad, filosofía de la ciencia saben que la definición del método no es un ejercicio fácil, ni sencillo ni ahistórico. En este ámbito, además, en los últimos años, todo se ha complicado.

El sociólogo norteamericano Paul DiMaggio ha publicado recientemente un artículo, en colaboración con otras autoras, donde pone de relieve que, hoy en día, al binomio ciencia/religión se le tiene que añadir la categoría “espiritualidad”. Explica cómo está emergiendo, creciendo y difundiéndose una cierta espiritualidad que reivindica jugar en los dos campos –tanto el religioso como el científico–, a la vez que hace de la complementariedad entre ambos su bandera. Es lo que con matices diferentes se ha llamado espiritualidad holística, “new age” o espiritualidad alternativa. Es un tipo de espiritualidad desvinculada de las instituciones religiosas tradicionales que difunde un mensaje sincrético que, a la vez que deviene fuente de sentido, también tiene implicaciones para el campo de la salud, la nutrición, el cuidado personal y la relación con los demás. Desde la sociología se consideraría que es una forma de religiosidad adaptada a los tiempos seculares, pero muchos de sus seguidores –o personas próximas a ella– rechazan la etiqueta de religión y justifican sus principios y formas de acción a través del lenguaje científico. Necesitaríamos un artículo entero (o un libro) para analizarlo con calma, pero sí que es importante poner de relieve la imbricación compleja entre la espiritualidad y la ciencia en los tiempos contemporáneos. Buena parte de las polémicas con lo que algunos han denominado “pseudociencias” también se pueden leer desde esta perspectiva. Al mismo tiempo, es importante no etiquetarlo como un fenómeno trivial, o banal, ya que su implantación está mucho más extendida de lo que podría parecer a simple vista, y son múltiples los ámbitos en los que se hace visible, desde la alimentación hasta el terreno de la autoayuda, el deporte o la medicina. Es una espiritualidad, en ocasiones, profundamente mercantilizada, pero, a veces, también con voluntad contracultural, y mientras que hay individuos que tienen una relación puntual y efímera con ella, hay otros que definen y organizan su vida en esta órbita. Se trata de un fenómeno interesante de comprender porque las coordenadas con las que emerge no encajan en las lecturas tradicionales sobre los límites, y el significado, de la ciencia y la religión. Explorarlo, al mismo tiempo, nos permite entender cómo la negociación de la frontera entre religión y ciencia se articula de formas diferentes dependiendo del contexto, de las culturas institucionales y de las dinámicas de poder.

 

DE CUANDO ESTALLA LA POLÉMICA: MÁS ALLÁ DEL DEBATE CIENCIA/RELIGIÓN

En definitiva, el debate sobre ciencia y religión es más complejo de lo que podría parecer a simple vista. La oposición entre ambas esferas existe en términos normativos, pero se hace mucho más difusa cuando se analiza desde una perspectiva sociológica. Y es que cuando nos fijamos en cómo las personas, en su vida cotidiana, piensan, reflexionan y actúan en relación con la ciencia y la religión, todo aparece más matizado. A mi argumento, sin embargo, se podría hacer una objeción muy fácil. ¿Si la frontera entre ciencia y religión es difusa en el ámbito cotidiano, por qué sigue siendo percibida como una cuestión candente, difícil y polémica? Seguramente es así porque existen varios elementos –tanto del campo científico como del religioso– que actúan como recursos simbólicos que sirven para articular pública, y vehicularmente, aspiraciones ideológicas y políticas más amplias. A menudo, en la intersección entre ciencia y religión, encontramos determinados elementos que sirven como recursos simbólicos, o marcadores culturales, de luchas políticas más amplias. Un claro ejemplo es la cuestión del aborto, y el debate vinculado sobre los inicios de la vida humana. En este sentido, lo que podría ser una discusión puramente científica se lleva a la esfera pública con unos intereses particulares, gana visibilidad mediática, se politiza y deriva en un debate en el que cristalizan luchas sociales, políticas y culturales que van mucho más allá, y que atraviesan el planteamiento “ciencia «versus» religión”. Son debates que no se configuran de forma genérica en torno a la religión y la ciencia de manera abstracta, sino que emergen en torno a cuestiones muy específicas y se convierten en espacios de fricción, donde cristalizan tensiones sociales, aspiraciones políticas y proyectos morales. El orden de la ciencia, la política y la moral se imbrican en este tipo de controversias, que también presentan una dimensión cultural y afectiva, y que muchas veces tienen implicaciones relevantes en términos de género. No podemos ir más allá, ni conocer todos los intríngulis con profundidad, pero sí que es importante enfatizar que este tipo de controversias no retroceden en tiempos de secularización, sino que estamos en un escenario donde se agudizan, se complejifican y se polarizan. Emergen en sintonía con lo que se ha llamado las “guerras culturales” (cultural wars), las “fake news” y el populismo político, y son especialmente virulentos en contextos como el norteamericano, pero también tienen cierta vigencia, y resonancia, en nuestro entorno.

En definitiva, el debate sobre ciencia/religión es complejo, con múltiples matices, y podríamos seguir desgranándolo con detalle durante horas. En cierta forma, es un debate irresoluble cuando lo planteamos en términos singulares. Para comprender el binomio ciencia/religión debemos contextualizarlo geográfica y temporalmente, y en paralelo tenemos que revisar de forma crítica las premisas sobre las que se ha construido. Ahora bien, es importante no confundir la mirada sociológica con el relativismo científico, ni el cuestionamiento epistemológico del debate con la importancia normativa, política y ética del mismo. El debate –o mejor, los debates– en la intersección entre ciencia y religión tiene plena vigencia en nuestra sociedad (y seguirá teniéndola). La sociología y las investigaciones empíricas en este terreno no pueden sustituir el debate político y moral, pero sí que pueden ayudar a comprender con más profundidad sus implicaciones, y a velar por fomentar la mirada crítica, desenmascaradora y más allá de viejos clichés.

 

Doctora Maria del Mar Griera

Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona y directora del centro de investigación ISOR