Lo que empezó con dos personas que se encontraban para aprender a su ritmo, ahora es un grupo autogestionado que semanalmente llena la sala que les ha cedido la Torre de La Sagrera. Rosó Vicente, una de las fundadoras, explica que el espacio de encuentro es abierto, pero que sólo pueden ser catorce personas para no sobrepasar los límites de aforo de la sala.
No tienen a nadie que les enseñe, son ellas las que comparten conocimientos y técnicas. El resto lo aprenden juntas a los encuentros buscando tutoriales en Pinterest y YouTube. Rosó admite que, aunque se trata de un arte ya muy concreto, cada una tiene su especialidad.
Los participantes forman un grupo muy heterogéneo, y tienen gustos, aficiones e, incluso, edades diferentes. Dos de los participantes son muy más jóvenes que el resto, pero Rosó dice que se han integrado perfectamente: “Ellas están muy cómodas, y también hacen que nosotros nos sentimos más jóvenes”, explica risueño.