LA ENTREVISTA | Helen Torres: "El término planta invasora oculta la responsabilidad humana en la transformación de los ecosistemas y refuerza narrativas de exclusión"

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27/03/2025 - 15:28 h

Helen Torres es socióloga, traductora y educadora. Su trabajo se sitúa en la intersección entre el arte, la política y el lenguaje, explorando nuevas formas de pensamiento y expresión. Especialista en la obra de Donna Haraway, ha traducido la mayoría de sus libros al español y ofrece seminarios y conferencias sobre su legado. Además, imparte clases de teoría crítica y feminismo en Metáfora Arts Studio y facilita talleres de fabulación especulativa. Su trayectoria también incluye incursiones en la creación artística, a través de performances, instalaciones y narrativas geolocalizadas. 

El pasado otoño, participó en la actividad Jardines Bioculturales: De colecciones botánicas a refugios de biodiversidad, organizada por el Espai Avinyó y el Jardín Botánico del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona. Este encuentro invitó a reflexionar sobre la historia de los jardines botánicos y la urgencia de replantear sus narrativas en el contexto de la crisis climática y de pensamiento. En esta conversación, exploramos con ella el papel que desempeñan los jardines botánicos en el presente y su potencial para imaginar futuros más sostenibles. 

En septiembre de 2024, participaste en la actividad Jardines Bioculturales: De colecciones botánicas a refugios de biodiversidad, organizada por el Espai Avinyó y el Jardín Botánico del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona. ¿Qué te pareció el enfoque y la reflexión que proponía? 

Me pareció una actividad muy necesaria porque los jardines botánicos, además de ser instituciones públicas, son espacios de gran afluencia, donde acuden personas de todas las edades: escuelas, gente mayor y público en general. Muchas veces, los visitantes se acercan simplemente a observar las plantas sin ser conscientes de la historia y las narrativas que hay detrás de ellas. 

Por eso, me pareció muy interesante que se propusiera esta reflexión. En otros museos más tradicionales, sí se suele trabajar el discurso detrás de las exposiciones, pero en un jardín botánico no es tan común. Que se impulse una actividad como esta, que invita a repensar la relación entre la naturaleza y nuestras formas de entenderla, me parece fundamental. 

Durante tu intervención, comenzaste destacando la necesidad de “aceptar el pasado” y de entenderlo como una “zona en disputa”. ¿Qué implicaciones tiene esto en la práctica? 

Esta idea proviene de Donna Haraway, quien afirma que “el pasado es una zona en disputa”. A menudo pensamos que la historia es un relato fijo, construido en el presente con una mirada hacia el futuro. Sin embargo, el pasado también es una construcción narrativa con vacíos y omisiones, que muchas veces requiere ser reescrito. Un claro ejemplo de esto son los jardines botánicos, que solemos percibir como espacios de conservación de la naturaleza, cuando en realidad reflejan una visión específica de orden y clasificación impuesta por el ser humano. Haraway plantea la necesidad de repensar la naturaleza, ya que la hemos separado artificialmente de nuestra propia historia. 

Los jardines botánicos surgieron en el contexto del colonialismo como parte de un proyecto de dominio sobre la naturaleza. Su función no era solo catalogar especies, sino también trasladarlas a las metrópolis para su explotación agrícola. Así, en el mismo momento en que se creaban estos jardines, también nacían las plantaciones de caña de azúcar y café, junto con la utilización de mano de obra esclavizada. Este proceso implicó la marginación de conocimientos indígenas sobre el uso de las plantas, reemplazándolos por una visión científica y económica de la naturaleza. Un ejemplo de ello es el nopal, llevado a Europa en el siglo XVII para la producción de cochinilla, cuyo pigmento rojo se convirtió en un símbolo de estatus. 

La historia del nopal es especialmente interesante porque muestra la contradicción del concepto de “especie invasora”. Esta planta, introducida con fines comerciales, terminó extendiéndose más allá de lo previsto y hoy se la considera una invasora en ciertos territorios. Sin embargo, sigue presente en los jardines botánicos, que supuestamente representan una naturaleza ordenada y controlada. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué especies consideramos autóctonas y desde cuándo? ¿Cómo definimos qué plantas pertenecen a un lugar y cuáles no? Comprender el pasado como una zona en disputa nos ayuda a ver que nuestras ideas sobre la naturaleza no son neutrales, sino construcciones históricas que aún hoy siguen influyendo en nuestra forma de entender el mundo. 

¿Cómo crees que el uso del término “planta invasora” contribuye a una visión equivocada de las especies y sus orígenes, y cómo debería cambiar este enfoque? 

Uno de los temas clave que mencioné antes son las llamadas “plantas invasoras”, un concepto que a menudo se malinterpreta. Desde jardineros hasta instituciones y el propio Estado, todos utilizamos este término sin cuestionarlo. Sin embargo, asignarle a una planta la etiqueta de “invasora” implica una connotación negativa, como si estuviera ocupando un espacio de forma agresiva o ilegítima. En realidad, estas especies no “invaden” por voluntad propia; han sido introducidas por los humanos con fines comerciales o científicos. Ejemplos como el nopal, llevado a Europa para la producción de colorantes, o el eucalipto y el ailanto, traídos por su valor ornamental o industrial, muestran que estos movimientos responden a decisiones políticas y a intereses económicos, no a la naturaleza de las plantas. 

El problema de este discurso es que nos exime de nuestra responsabilidad en la transformación de los ecosistemas. Muchas veces, se introducen especies sin evaluar sus efectos a largo plazo, como ocurre en las ciudades cuando se reemplazan árboles autóctonos por otros de crecimiento rápido sin considerar su impacto ambiental. Pero más allá de la ecología, el uso del término “invasor” también se ha trasladado a la esfera social y política, aplicándose a personas migrantes. Esta asociación es peligrosa porque refuerza imaginarios de exclusión y nos impide cuestionar las verdaderas causas de los desplazamientos de humanos y no humanos. 

Por ello, es fundamental que instituciones como los jardines botánicos revisen el lenguaje que utilizan y reflexionen sobre las implicaciones de estas etiquetas. Como espacios dedicados al estudio de las plantas, tienen la responsabilidad de cuestionar narrativas que perpetúan visiones simplistas o sesgadas. Ignorar el pasado colonial y sus consecuencias nos impide comprender la manera en que entendemos el entorno de manera crítica. Aunque muchas personas reaccionan a estos debates de forma defensiva, reconocer la historia detrás de estos procesos no intenta buscar culpables individuales, sino asumir colectivamente las implicaciones de nuestro pasado y sus efectos en el presente, para quizás poder provocar giros en el relato colonial que nos lleven a futuros con menos violencia. 

Durante la actividad, apuntaste que el origen y la transformación de los jardines botánicos —como laboratorios, centros de conservación, lugares de distribución y tráfico de especies, plantaciones, etc.— en Europa responden a diversos “sueños”. ¿De qué tratan estos sueños y qué consecuencias tienen hoy en día? 

Los jardines botánicos en Europa nacieron y se transformaron a lo largo del tiempo siguiendo diversos “sueños”, muchos de ellos vinculados al colonialismo. Uno de estos sueños es el deseo de apropiación de territorios desconocidos, vistos como algo salvaje y disponible para ser conquistado. Un ejemplo de esto es un grabado del siglo XVI titulado America, que sexualiza el continente y refuerza la idea de dominio del conquistador sobre lo desconocido. Este sueño colonial persiste hoy, aunque de manera más sutil, especialmente en el turismo, que reproduce simbólicamente esa lógica de apropiación. 

El turismo moderno refleja la misma dinámica colonial, pero ahora con cámaras en lugar de armas, buscando experiencias que refuercen la identidad cosmopolita del viajero. Este fenómeno de apropiación también se da en la gentrificación, que expulsa a las comunidades locales al aumentar los precios de la vivienda en ciudades como Barcelona, Buenos Aires o San Francisco. La especulación inmobiliaria es una forma de colonialismo contemporáneo, en la que los nuevos colonizadores son aquellos que compran propiedades y transforman espacios según sus intereses. 

El problema de este fenómeno es que genera desplazamientos y precariza el acceso a bienes esenciales como la vivienda y la alimentación. Es crucial reflexionar sobre cómo seguimos reproduciendo la lógica colonial y cómo podemos resistirla para proteger a las comunidades locales y sus derechos. 

¿Por qué es importante conocer las otras historias que se entrelazan con la historia de los jardines botánicos y la historia de la ciencia? 

Es importante conocer las historias entrelazadas con los jardines botánicos y la historia de la ciencia, porque tendemos a ver la ciencia como un conocimiento puro, separado de contextos históricos como el colonialismo o la esclavitud. Por ejemplo, muchas veces aprendemos sobre plantas como el eucalipto o el azúcar sin considerar los procesos de explotación que acompañaron su expansión. Esta separación del conocimiento es una herencia del colonialismo, que impuso una división entre ciencia, política, cultura y naturaleza. 

Esa fragmentación también refleja el capitalismo, que ha fomentado una especialización extrema, haciendo que las personas se desconecten de otras áreas del conocimiento. Por ejemplo, un biólogo puede desconocer de política y viceversa, cuando en realidad ambas disciplinas están profundamente interconectadas. Para recuperar una visión más integrada, es crucial contar historias que enlacen diferentes saberes, como las que proponen investigadoras como Donna Haraway, Isabelle Stengers, Anna Tsing o Vinciane Despret, entre otras.

El arte es uno de los pocos espacios donde hoy se dan estas conversaciones y cruces entre lo que llamamos disciplinas. En las escuelas de arte, por ejemplo, se exploran ideas complejas sobre ciencia, filosofía y política sin las limitaciones de las disciplinas tradicionales. Este enfoque permite ver los jardines botánicos no solo como lugares de conservación, sino también como escenarios de historia colonial, comercio global y explotación, revelando una red de historias interconectadas que siempre ha estado presente. 

Recientemente, se están escuchando cada vez más voces críticas que cuestionan profundamente la idea del Antropoceno (era geológica marcada por el impacto humano en el planeta, como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad). ¿Tienes alguna reflexión al respecto? ¿Crees que podemos dar por sentada esa noción o también sería algo que deberíamos cuestionar? 

La noción de Antropoceno definitivamente merece ser cuestionada. Pensadoras como Donna Haraway y Anna Tsing critican este concepto por varias razones. Haraway, por ejemplo, sostiene que el Antropoceno no comienza con la Segunda Guerra Mundial, sino mucho antes, con el colonialismo y el capitalismo, cuando ciertas élites comenzaron a transformar el planeta de manera irreversible. Además, critica la noción de que toda la humanidad sea igualmente responsable de la crisis ecológica, ignorando las desigualdades entre quienes han contribuido y quienes han sufrido sus consecuencias. Por eso, propone el término “Chthuluceno”, que sugiere un escenario donde se encuentran realidad (lo que es y lo que fue) y ficción (lo que puede llegar a ser), un paisaje de ciencia ficción en el que pasado, presente y futuro están entrelazados, una figura inspirada en los dioses del inframundo, esas criaturas subterráneas que vendrán a reclamar responsabilidades ante la catástrofe provocada por (algunos) humanos. . 

Anna Tsing, aunque también reconoce las limitaciones del Antropoceno, lo sigue utilizando porque se ha convertido en un concepto ampliamente extendido. Para ella, el problema no está tanto en el nombre, sino en cómo deben cambiar las narrativas sobre nuestra forma de habitar  el planeta. Habla de la necesidad de un “aluvión de historias terribles” que nos despierten, en donde especies, ecosistemas y sistemas humanos estén entrelazados, reflejando la complejidad del mundo real. El proyecto Feral Atlas es un ejemplo de este enfoque, un proyecto de arte-ciencia que documenta los efectos no deseados del Antropoceno en las infraestructuras. 

En definitiva, lo esencial no es solo cuestionar el término “Antropoceno”, sino profundizar en su contenido. El lenguaje y los términos que usamos tienen un poder enorme, pero cambiar las palabras no basta: debemos repensar lo que implican y cómo configuran nuestra visión del mundo. En situaciones de urgencia, como las que enfrentamos ahora, lo importante es transformar nuestra forma de pensar y actuar, más allá de centrarnos únicamente en los términos que usamos. 

Como mencionaste durante la actividad, ¿qué significa realmente saber leer el paisaje? 

Saber leer el paisaje es un concepto que tomé del colectivo Eixarcolant. Ellos nos invitan a observar cómo percibimos lo que muchos llaman ‘plantas invasoras’, a conocer las plantas que crecen a nuestro alrededor y a relacionarnos con ellas sin practicar el extractivismo. Lo interesante de su enfoque es que nos cuentan la historia de esas plantas y cómo las hemos utilizado a lo largo del tiempo. Todas las plantas han tenido un propósito en nuestras vidas, ya sea como medicina, alimento, o para otros usos, pero hemos perdido ese conocimiento, hoy indispensable. 

Lo que propone este colectivo es que no se trata de ver la naturaleza como algo aislado y prístino al que no podemos tocar, sino de entender cómo podemos tener una relación regenerativa con el entorno. En lugar de una relación que daña el ecosistema, buscan una relación regenerativa tanto para las personas como para el paisaje. Este concepto se puede entender también cuando se dice que el Amazonas es el ‘jardín de los pueblos indígenas’. No significa que el Amazonas sea un jardín como lo vemos en Occidente, sino que los pueblos indígenas mantienen una relación regenerativa con la selva. 

Saber leer el paisaje, entonces, es observar a nuestro alrededor, incluso en espacios que han sido muy modificados, y preguntarnos qué plantas crecen allí, para qué sirven y cómo podemos cuidarlas. Este colectivo organiza talleres donde enseñan sobre las plantas, cómo cocinarlas, para qué utilizarlas, cómo reconectar con esos saberes tradicionales. Esa es la idea de saber leer el paisaje: reconocer la relación profunda que podemos tener con otras especies, respetándolas y relacionándonos de manera responsable. 

¿Qué papel tienen los museos de ciencias naturales, los “jardines botánicos”, los científicos y el profesorado de institutos en esta tarea? 

Creo que el Museo de Ciencias Naturales y los jardines botánicos deberían acercarse a los colectivos que ya están realizando este trabajo. No hace falta irse a Noruega, sino que, justo a la vuelta de la esquina, hay personas biólogas y especialistas en este tema que trabajan en el campo: campesinos y hortelanos, pero hortelanos del siglo XXII, podríamos decir, que también tienen en cuenta el futuro y la cuestión de qué vamos a comer. 

El enfoque no es plantar masivamente sin pensar en las consecuencias. Saber leer el paisaje implica observar lo que crece en un lugar y ver cómo podemos cultivar de forma responsable. Cultivar significa cuidar, contribuir a la regeneración, no obtener un producto. Lo contrario de comprar tierra en bolsas de plástico. Si permitimos que el suelo actúe a su tiempo, podemos obtener alimentos y crear un espacio que favorezca no solo a las personas, sino también a las otras especies que comparten ese espacio. 

En mi experiencia personal, he visto cómo lo que llamamos “especies autóctonas” contribuyen al aumento de la biodiversidad. Cuando plantas especies ornamentales o para el consumo, si no las acompañas con químicos (fertilizantes, pesticidas, etc.) el clima, el tipo de suelo o los animales del entorno se encargan de eliminarlas. Esto nos enseña la importancia de aprender a cultivar de manera más armoniosa, respetando la biodiversidad local y contribuyendo a un paisaje regenerativo. 

Actualmente hay un despliegue de líneas de investigación dedicadas a estudiar el origen (“la trazabilidad”) de las colecciones de los Museos de Ciencias Naturales en Europa. ¿Cómo encaja este hecho con las desigualdades del estudio de la conservación de especies entre los países del norte y del sur global? 

Actualmente, en Europa se investigan los orígenes de las colecciones de los museos de ciencias naturales, especialmente de las semillas. Sin embargo, esto genera desigualdades con los países del Sur, de donde provienen muchas de esas semillas. En el Sur global no hay los recursos ni las condiciones necesarias para estudiar o conservar las especies en su entorno natural, que sería lo ideal. 

Este fenómeno refleja las dinámicas coloniales, ahora en el ámbito científico. Aunque la ciencia se presenta como altruista, en realidad la preocupación por la alimentación en el Norte está más ligada a sus intereses económicos. Por ejemplo, el año pasado hubo alarma por la falta de agua, pero con las lluvias de este año desapareció la preocupación, a pesar de que el suelo sigue agotado. 

La verdadera lucha debería centrarse en desafiar a las grandes corporaciones, como Cargill, que monopolizan las semillas y las patentan. Así, la ciencia sigue funcionando a favor de los intereses del Norte, sin un interés genuino por regenerar lo que llamamos naturaleza. 

Parece que hay como un interés creciente por parte de los museos de esta ciudad de poner sobre la mesa reflexiones alrededor de la naturaleza, otras geografías y el cambio climático. ¿Qué opinas sobre esto? 

Es positivo que los museos de Barcelona se preocupen por temas como el cambio climático y otras geografías como el Amazonas, pero el problema radica en cómo se abordan. No basta con nombrar los temas, es necesario ser conscientes de la historia colonial subyacente. Europa ha sido enriquecida por siglos a partir de esa historia, y si no aceptamos esto, no podemos cuestionar sus efectos hoy en día. 

Por ejemplo, al hablar del cambio climático, se menciona mucho el derretimiento de glaciares, pero también es fundamental reflexionar sobre lo que pasa en el Mediterráneo, las Posidonias o la tragedia de las personas que migran. Todo esto es parte de una narrativa colonial de más de 600 años. Las instituciones culturales, aunque nacen de esa narrativa, deben cuestionarla, algo que en el mundo de la ciencia ya se está haciendo. 

El arte tiene el poder de experimentar con nuevas formas de pensar, pero no es así si presenta relatos fragmentados y superficiales. Exposiciones sobre el Amazonas que no mencionen las realidades de las comunidades indígenas o la destrucción por parte de las multinacionales catalanas y españolas que solo renuevan la narrativa colonial. El Amazonas no es solo Brasil, no es solo las comunidades indígenas, es eso y mucho más. A veces muchos de los temas clave, como las represas, quedan fuera de la conversación. 

Es crucial trabajar mano a mano con expertos locales y pueblos indígenas, quienes tienen mucho que aportar. Las instituciones culturales deben aprender a colaborar y escuchar a quienes realmente conocen los territorios, en lugar de seguir presentando visiones distorsionadas. 

En el caso del Jardín Botánico de Barcelona, ¿qué sería necesario cambiar para transformar las metáforas, las narrativas dicotómicas o las ‘especies sin narrativa’ en su relato? 

Para transformar las narrativas en el Jardín Botánico de Barcelona sería útil revisar cómo se presentan ciertos temas, especialmente las “especies invasoras”. No se trata de eliminar ese término, sino de contextualizarlo, explicando su origen y significado. A pesar de que reconocer que las plantas tienen su propia historia es algo nuevo en la cultura occidental, en otras partes del mundo esto es común. El jardín no debería ver las plantas solo como objetos estéticos, sino como seres con una historia que merece ser contada. 

Es importante destacar cómo los jardines botánicos han sido utilizados para la investigación y conservación de especies, y más aún, involucrar a la comunidad. Aunque muchas personas están interesadas en los huertos urbanos, no siempre es viable económicamente. El jardín botánico podría ser un espacio para compartir conocimiento sobre el cuidado del paisaje, de los suelos y las semillas. 

Además, se podría ampliar el enfoque de las visitas, incluyendo la investigación que se lleva a cabo en el jardín. Este enfoque sería valioso, especialmente para niños y niñas, enseñándoles la importancia de conocer y cuidar el suelo. Es crucial que las futuras generaciones comprendan que el cuidado del planeta no es solo tarea de la ciencia, sino de todo el mundo. 

Por último, las narrativas sobre el medio ambiente deben ser motivadoras, no desesperanzadoras. El Jardín Botánico tiene la capacidad de enseñar a la comunidad, promoviendo la conciencia sobre los efectos de nuestras acciones, como trasladar plantas o semillas sin conocer las consecuencias que pueden tener en los ecosistemas locales. Tener acceso a este tipo de conocimiento es vital, y el Jardín Botánico es el lugar perfecto para enseñarlo, ya que los profesionales que trabajan allí tienen los conocimientos necesarios para guiar a la comunidad en estos temas. 

¿Qué factores hacen que sea complicado para los museos comprender este enfoque? 

El principal obstáculo para que los técnicos y museos comprendan este enfoque radica en el sistema capitalista y patriarcal en el que vivimos, que influye en cómo se gestionan y generan los conocimientos. En este sistema, los museos y universidades suelen estar dirigidos por personas con una mentalidad de dominación, tanto sobre la naturaleza como sobre las personas. Esto se refleja en cómo los científicos controlan el saber, y el público se limita a ser espectador, sin una participación activa en el aprendizaje. 

Además, en muchos museos, el enfoque educativo se ve como algo secundario frente a la parte expositiva, lo que genera una experiencia superficial, sin un propósito educativo profundo. Los responsables de las instituciones, como rectores o directores, a menudo tienen una visión elitista que los desconecta de las realidades cotidianas de la gente, lo que dificulta el acceso a un conocimiento más participativo y accesible. 

La falta de proyectos a largo plazo y de un enfoque político claro refuerza esta desconexión. Para transformar esta situación, sería necesario priorizar la participación activa del público, promoviendo una visión más plural y diversa. Las narrativas actuales no reflejan la diversidad de voces, y esto debe cambiar para que el conocimiento y la educación estén al servicio de todo el mundo.