La participación catalana se definió en 1705, cuando gran parte de la sociedad catalana optó por los austracistas, de manera que la guerra se instaló en el Principado hasta el 11 de septiembre de 1714, momento en el que las tropas de Felipe V hicieron caer la última resistencia austracista y entraron en Barcelona.
El 2 de abril de 1706 los ejércitos borbónicos y una escuadra francesa se plantaron ante las puertas de Barcelona. En un primer momento optaron por la toma estratégica del Castillo de Montjuïc, que se vio sorprendido por una intervención popular procedente de la ciudad pero obligó al ejército francoespañol a retirarse. Los combates y las bombas se intensificaron hasta dejar el Castillo prácticamente en ruinas, hasta el punto de provocar su evacuación y posterior ocupación por parte de las tropas borbónicas, que pasaron a centrarse en el asedio de la ciudad. Pese a todo, la llegada de una escuadra aliada dio la vuelta a la situación y el ejército francoespañol se vio obligado a retirarse. La centralidad estratégica del Castillo se hizo evidente, e inmediatamente se inició la reconstrucción del mismo, con obres de fortificación de los baluartes de Poniente y de Levante y con nuevas comunicaciones con la ciudad. La guerra continuó hasta el nuevo asedio, que acabó el 11 de septiembre de 1714. Al día siguiente, les tropas borbónicas entraban en el Castillo.
Con la implantación del Decreto de Nueva Planta (1716), que definiría las bases de un nuevo orden político, se perfiló también un sistema defensivo de la ciudad a través de dos fortalezas: la Ciutadella y Montjuïc. El dominio de la ciudad de Barcelona se planteó a través del control del orden interior -la Ciutadella- , y del exterior, con la remodelación completa del Castillo de Montjuïc. En 1745, el ingeniero militar Próspero de Verboom, que sería el ideólogo del proyecto de la Ciutadella, redactó un informe sobre las fortalezas de Cataluña, en el que destacaba las deficiencias de la fortificación de Montjuïc y la necesidad de una intervención que mejorase su capacidad defensiva. Se trataba, pues, de la primera vez que se planteaba una actuación planificada en el Castillo, ya que las intervenciones anteriores habían tenido siempre un cierto grado de improvisación. Será bajo el mandato del capitán general Jaime Miguel de Guzmán, marqués de La Mina, que se procederá a la reconstrucción del Castillo de forma casi paralela a la edificación del Castillo de San Fernando, en Figueras. El artífice de ambas obras será el ingeniero militar Juan Martín Cermeño.
El diseño se realizó en 1751 y las obras comenzaron en 1753. La nueva fortaleza adoptó la forma actual, con una planta trapezoidal irregular adaptada a la orografía de la montaña y reforzada con cuatro baluartes extremos: mantuvo el de Velasco y mejoró el de la Llengua de Serp, que quedó cubierto con las nuevas lunetas de mar y de tierra; el antiguo baluarte de Santa Isabel se vio completado con un nuevo flanco derecho, que cambió el nombre por el de Santa Amàlia, y finalmente se construyó uno nuevo, el de Sant Carles, que se unió al anterior mediante una nueva cortina, en la que se abrieron la puerta principal y dos cuerpos de guardia, con un puente fijo con un tramo levadizo sobre el foso. En la parte delantera se extendió el glacis, que se dio por finalizado en 1779. El interior, al que se accedía a través de dos rampas, se organizó a partir de dos plataformas. En la parte superior, un hornabeque y un revellín servían de protección del edificio superior. Además se construyó una cisterna de agua no potable, aprovechando la cuenca de la montaña que quedaba cerrada per la cortina que unía los baluartes de Velasco y Lengua de Serpiente. Para beber se utilizaba otra cisterna que quedaba al lado del edificio central.
A mediados de 1799 se concluyeron las obras, y desde entonces se mantienen labores de mejora, reparación y mantenimiento. A finales del siglo XVIII sirvió de prisión de franceses durante la guerra contra la Convención (1793-1795), y en 1808 fue ocupado por las tropas de Napoleón.