La actual estructura económica privilegia el trabajo remunerado y dificulta su compatibilidad con otras esferas de la vida como el trabajo doméstico, de cuidados y afectos; es decir, las tareas destinadas a atender el mantenimiento del hogar y el cuidado, y que con frecuencia recaen en las mujeres.

La falta de corresponsabilidad en los trabajos domésticos entre hombres y mujeres provoca que muchas mujeres tengan que optar por una jornada laboral parcial o reducida. Por otra parte, en el trabajo remunerado también se producen desigualdades de género que afectan a las condiciones laborales: las mujeres están sujetas a las formas de contratación más precarias, así como a la falta de participación en la toma de decisiones y escasa presencia en los lugares de responsabilidad. Todo ello acaba configurando la existencia de la brecha salarial de género, un indicador más de la desigualdad de hombres y mujeres en el mercado de trabajo remunerado.

La división sexual del trabajo, es decir, la repartición del trabajo remunerado y de las tareas domésticas y los cuidados entre hombres y mujeres, genera desigualdades. En el ámbito del mundo laboral, esta desigualdad se muestra en diferentes esferas como, por ejemplo, en el hecho de que las mujeres son las que pasan más tiempo sin empleo. Esto contribuye a la feminización de la pobreza y afecta también a las condiciones en que las mujeres llegan a la jubilación.

Las desigualdades de género en el mundo laboral también se manifiestan a través de la segregación horizontal y vertical del mercado de trabajo. La segregación horizontal concentra a hombres y mujeres en determinados empleos y puestos de trabajo a partir de una atribución cultural y social que las considera posiciones “masculinas” o “femeninas”. Esta segregación horizontal se complementa también con una segregación vertical, en la que los cargos de poder o de decisión son mayoritariamente masculinos.