ENTREVISTA | Laura Martínez: «La salud espiritual tiene que ver con cómo afrontamos la vulnerabilidad, la muerte y la incertidumbre»
Laura Martínez Rodríguez es diplomada en Enfermería por la Universidad Ramon Llull (URL) y licenciada en Antropología Social por la Universidad de Barcelona (UB). Se especializó con un máster en Bioética y un máster en Cultura de Paz y Mediación, combinando una sólida trayectoria académica con décadas de experiencia asistencial y social. Actualmente, es una de las voces de referencia en el ámbito de la salud espiritual y codirectora del máster de Salud y Espiritualidad de la Universidad de Barcelona. Conversamos con ella sobre cómo la dimensión espiritual se abre camino en el mundo de la salud, y cómo esa mirada puede transformar la forma de acompañar a las personas.
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¿Qué te llevó a interesarte por la intersección entre salud y espiritualidad?
Como enfermera trabajé en el ámbito de las urgencias y las emergencias en el Hospital Clínic de Barcelona. Parece que no tenga mucho que ver con esa parte más humanista, más espiritual, pero precisamente allí fue donde descubrí que necesitaba mirar un poco más allá. Porque el paciente que llegaba a urgencias llegaba con la desazón por no saber qué pasará y el manejo de la incertidumbre, situaciones muy complicadas que la persona debía afrontar. Y en esos primeros momentos es donde emergía el miedo del «qué pasará conmigo». Y yo veía que podía administrar fármacos y controlar el dolor, pero que había un sufrimiento que no quedaba resuelto. Había otras manifestaciones y yo no estaba acompañando, no estaba cuidando o no estaba preparada para cuidar. Me preguntaba: «¿Qué pasa con todo eso que no es ni físico ni psicológico?». Y yo misma necesitaba herramientas para comprenderlo.
El primer posgrado profesionalizador que hice fue para urgencias, pero después tuve la necesidad de especializarme en bioética del cuidado, porque me surgían muchas preguntas en esas situaciones límite que se viven en las urgencias, que vienen sobrevenidas de repente. Yo ya hacía Antropología Social y empecé a acercarme mucho más al mundo filosófico, concretamente al mundo de la filosofía antropológica. No podía evitar preguntarme qué es el ser humano y qué necesidades existen, y no quería quedarme meramente con los cuidados técnicos, digamos. Y de ahí fue creciendo esa intersección entre salud y espiritualidad.
Un momento clave que me cambió completamente la perspectiva fue la estancia que hice en la Universidad de Lovaina en Bélgica, con Chris Gastmans, un referente en el mundo de la bioética de los cuidados. Allí se me hizo evidente que la dimensión espiritual tenía que entrar de lleno en la investigación, la formación y la asistencia.
Aunque esa mirada humanista siempre me ha atravesado. Creo que toda mi trayectoria profesional, intelectual y vital ha ido confluyendo en un mismo lugar: entender qué es el ser humano y cómo podemos cuidarlo de forma integral. También influye mi contexto familiar, porque mi madre trabajaba con personas inmigrantes y mi padre era maestro de educación especial; en casa siempre se ha vivido el cuidado de los demás como una responsabilidad colectiva. Crecí viendo diversidad cultural, religiosa y social.
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¿Cómo entiendes la «salud espiritual»? ¿Es posible trabajarla sin adscribirse a ninguna religión?
Sí, absolutamente. La salud espiritual forma parte de la condición humana. Tiene que ver con el sentido de vida, con cómo afrontamos la vulnerabilidad, la muerte, la incertidumbre, con las preguntas más profundas que emergen en momentos difíciles.
La religión es una de las formas de trabajar esa dimensión, pero no la única. Muchas personas que no son religiosas tienen una vida espiritual intensísima. Por eso defendemos una mirada abierta, que permita a todo el mundo encontrar su camino.
Es curioso, porque hace quince años la investigación en espiritualidad casi no tenía reconocimiento. Socialmente, ha habido una evolución, quizás como respuesta a momentos trágicos a los que hemos ido haciendo frente, o a que socialmente ya no se relaciona tan directamente la espiritualidad y la religión. Las instituciones que nos dedicamos a los cuidados, tanto en el ámbito social como en el ámbito de la salud, no podemos dar una respuesta solo centrada en la dimensión física o en la dimensión psicológica, existen otras dimensiones. Y en este sentido, la espiritualidad ha emergido con una fuerza brutal, para dar respuesta a esa necesidad social tan profunda.
Estamos viendo que cuando hablamos de necesidades espirituales la gente conecta, y conectan mucho los jóvenes, porque no viven con esa carga histórica que tiene el concepto de religión. Existe una conexión quizás no tan directa con las religiones, y eso les acerca a la espiritualidad de forma diferente. La gente mayor todavía vive con el paradigma de la religiosidad y la confunde con la espiritualidad. En general, diría que existe un estigma y cuesta aproximarse a él.
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¿Cómo trabajáis esa dimensión en el máster de Salud y Espiritualidad de la UB para que no derive en visiones dogmáticas?
El máster nace de una apuesta que se hace desde una universidad pública, concretamente la Universidad de Barcelona. Se buscaba un espacio público y sin cargas confesionales, que no quiere decir desvinculado o separado de la religión. La religión es un fenómeno que permite trabajar la espiritualidad y desplegarla de forma particular o en comunidad con las personas, y desde la antropología también defendemos la religión como una expresión cultural, pero no puede ser la única.
Por eso, queríamos un espacio plural, basado en la evidencia científica y respetuoso con todas las formas de espiritualidad. El objetivo es ayudar a entender qué es esa dimensión espiritual y cómo cuidarla desde el ámbito profesional de la salud.
Sobre todo lo que defendemos y lo que creemos es que esa salud espiritual es patrimonio, es una necesidad de todo ser humano, y lo es partiendo de evidencias científicas. Recogiendo todo eso, decidimos hacer un máster en salud espiritual con un enfoque salutogénico.
Ese enfoque salutogénico nos ayuda a no centrarnos solo en la enfermedad, sino en lo que nos fortalece, lo que nos permite vivir con sentido. Y se da un efecto doble: por un lado, capacitamos al equipo de profesionales para cuidar la espiritualidad de los pacientes, pero a la vez el estudiante toma conciencia de su propia dimensión espiritual. La evidencia científica nos muestra que esto es un protector ante el estrés y el burnout que, tristemente, se vive en el ámbito de la salud. Además, las últimas investigaciones que estamos realizando en la universidad nos dicen que el alumnado lo agradece, y así lo verbaliza: «He construido mi profesión desde una mirada diferente, es decir, el lugar que ocupo en el mundo es mucho más humano, le da mucho más sentido. Es una auténtica autocura». El enfoque que te da el máster cambia la visión de la salud.
Las neurociencias nos han ayudado mucho en este sentido, porque parece que todavía necesitamos la base física, el sustrato físico que valide que todo esto es posible. Y estamos viendo desde las neurociencias que esta conexión del despliegue de las capacidades espirituales favorece, por ejemplo, toda la deliberación ética, ayuda a reflexionar sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo correcto o lo incorrecto. Y curiosamente tiene una conexión, muy a escala de circuitos neuronales, con el mundo artístico, con el despliegue de la sensibilidad artística. Lo que nos explica la neurociencia es que nuestro cerebro se puede modificar con algunas de las prácticas de la espiritualidad, que estas prácticas le ayudan, como si hicieras gimnasia espiritual.
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¿Cuál debería ser el camino para que el sistema de salud incorpore esta dimensión?
Yo creo que tenemos las herramientas, ¿ahora qué falta? Capacidad. Es decir, tenemos unas formaciones orientadas a caracteres muy técnicos o muy biomédicos, y hay poco espacio para hablar de competencias espirituales.
Primero, hay que reconocer que la competencia espiritual es una competencia transversal, como puede ser la ética o el pensamiento crítico. Ya existen diagnósticos enfermeros de cuidados: sufrimiento, desesperanza, soledad…, y muchos sistemas informáticos permiten registrarlos. Quizás son los menos utilizados, pero existe la posibilidad; nuestro sistema de salud lo permite.
Los diagnósticos de cuidados pueden tener una fuerza lo suficientemente importante para decidir si una persona necesita o no necesita determinados recursos. Y vamos hacia un sistema con una población cada vez más envejecida, donde la gente no necesita tantos diagnósticos médicos, que además esto con la inteligencia artificial acabará siendo mucho más ágil. Lo que necesitamos son cuidados. La ancianidad no se cura. Y una situación de final de vida no se cura. Lo que se necesita es cuidar desde diferentes enfoques, cada uno desde su disciplina. Lo que pasa es que todavía encontramos poderes fácticos históricos que nos limitan en ese aspecto.
Por lo tanto, yo diría que lo que falta es formación y espacios para desarrollar estas competencias. Todavía tenemos un sistema muy biomédico y técnico. Pero en un país envejecido y con cada vez más enfermedades crónicas, lo que necesitan las personas son cuidados. Y aquí el personal de enfermería tiene un papel clave, porque son profesionales que están 24 horas con el paciente y que están formados para hacer una valoración integral. Hay que encontrar los espacios docentes para poder desplegar y capacitar a los y las estudiantes. Con algunas universidades esto lo hemos conseguido.
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¿Cómo influye la diversidad espiritual y religiosa de Barcelona en la forma de vivir la salud?
Barcelona es un ejemplo de convivencia plural. Yo miro 25 años atrás y creo que uno de los retos que tenía Barcelona ante el sistema de salud era poder ser sensible a todas las diversidades religiosas que acogíamos e integrar esa diversidad cultural en el circuito de la salud. En ese momento, la diversidad cultural también tenía mucho que ver con la pobreza material, con situaciones de exclusión social, pero ya había esa sensibilidad. Y eso ha hecho que ahora, cuando nos encontramos con esas necesidades espirituales, las podamos hablar o las podamos tratar. Hoy esto ya forma parte de nuestro ADN porque ya somos una sociedad plural.
Esta apertura ha facilitado mucho que podamos hablar de salud espiritual desde una mirada intercultural. Aquí las propuestas inclusivas tienen recorrido, lo que quizás en otros contextos más cerrados religiosamente sería imposible. Este marco cultural que tenemos en Barcelona, esta apertura, ha facilitado mucho que tenga sentido hablar de una espiritualidad diversa y de una espiritualidad como dimensión del ser humano, y no desde una religión concreta. Barcelona es un laboratorio de convivencia espiritual y cultural. Es un privilegio poder trabajar desde aquí.
Y gracias a que existe todo ese trasfondo, y porque se ha hecho un trabajo muy grande de sensibilización desde las diferentes asociaciones y entidades, esta convivencia entre la diversidad espiritual y religiosa y la salud es posible. Esto te permite hacer propuestas desde el sistema de salud mucho más integrativas. Si no existiera ese trasfondo, sería más difícil.
También hemos contado con el apoyo de muchas comunidades religiosas; la convivencia es posible y eso te permite hacer propuestas muy integrativas. En Barcelona existen referentes muy potentes que combinan identidad religiosa con compromiso social.
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¿Qué podemos aprender de los rituales y prácticas espirituales de tradiciones como el budismo, el cristianismo o el hinduismo?
Históricamente, las religiones siempre han tenido en sus códigos prácticas religiosas que, en su origen y finalidad, buscaban proteger y cuidar la salud: alimentación, higiene, meditación, vida comunitaria, ritos de protección…
Por ejemplo, la prohibición de comer cerdo dentro del islam tenía que ver con una situación de salud comunitaria en su momento, o el código de Hammurabi ya codificaba normas relacionadas con la salud pública, pero la forma de legitimarlas era incluirlas dentro de la religión.
Lo que nos dice la evidencia científica actual es que la práctica de la religión es un factor protector. Aquellas personas que practican una religión, aquellas personas que tienen creencias y que viven la vida de acuerdo con esos valores, tienen un enfoque salutogénico de su vida. Eso no quiere decir que quien no tiene religión no tiene ese enfoque; esa es la confusión. El bienestar espiritual también puede desarrollarse fuera de una religión concreta.
En cuanto a los rituales, muchos tienen efectos positivos medibles. Los rituales que pueda haber en el ámbito físico, de depuración, por ejemplo, han estado presentes a lo largo de los años. Y, con respecto a las prácticas meditativas, ahora hay estudios que derivan de toda aquella meditación budista, pero también hay estudios de la práctica del rosario, por ejemplo, que tiene un efecto similar al de esas meditaciones, por la repetición.
Esto confirma que muchas prácticas religiosas, ya vengan del budismo, del cristianismo, del hinduismo o de otras tradiciones, activan circuitos neuronales relacionados con la regulación emocional, la calma, el sentido y la conexión. Estas prácticas tienen un efecto positivo a muchos niveles y forman parte de un bagaje histórico en el que la salud siempre ha sido un valor.
La conversación con Laura Martínez deja una idea central: los cuidados son lo que nos hace humanos. Tal y como explica, la salud no puede entenderse solo desde el cuerpo o desde la psicología, sino que necesita una mirada más amplia que reconozca la dimensión espiritual como una parte constitutiva del ser humano.
Para ella, la espiritualidad es una forma de habitar la vida con sentido y esperanza, una forma de preguntarnos quiénes somos, qué nos sostiene y cómo podemos afrontar el dolor, la incertidumbre o la pérdida. Se trata de acompañar a cada persona desde su singularidad, desde su propio lenguaje de vida.
La salud espiritual es patrimonio de todos, personas creyentes o no. Necesitamos recuperar lo que nos humaniza: las relaciones significativas, la comunidad, la vida interior… E incorporar esa mirada a la salud es un paso imprescindible para construir un modelo de cuidados más completo y, sobre todo, más humano.