El otoño siempre se ha considerado un periodo de cambio de ciclo vital y, por eso, es el momento ideal de recordar a los que ya no están. De hecho, rendir culto a los muertos es una característica común en casi todas las culturas del mundo. En nuestro caso, Todos los Santos forma parte de un grupo de fiestas, junto con el Día de los Muertos y Halloween, que tienen un origen común: el sistema de creencias de los antiguos celtas, que tenía una parte fundamental basada en el recuerdo de los difuntos.
Según las culturas célticas, el ciclo del año se dividía en dos periodos: el claro y el oscuro. El periodo claro empezaba el 1 de mayo, con el florecimiento de la naturaleza y la salida de los rebaños a pacer, y el oscuro el 1 de noviembre, con la llegada del mal tiempo y el encierro del ganado. En una sociedad ganadera como la celta, la celebración de la fiesta del Samhain, en torno al primero de noviembre, era clave porque empezaba el periodo de letargia invernal.
La llegada del cristianismo a tierras célticas acabó expandiendo la fiesta a todos los territorios cristianos y se convirtió en el día oficial de recuerdo de los difuntos. Eso sí, el paso fue muy lento —duró aproximadamente trescientos años: del siglo VIII al XI— y la fiesta se alteró notablemente, porque adoptó connotaciones religiosas a pesar de haber mantenido detalles paganos. Aun así, el Semhain todavía se celebra hoy día en algunos lugares que tradicionalmente habían estado bajo influencia céltica, como Galicia.
Siglos más tarde, con la expansión del cristianismo en tierras americanas, la fiesta de Todos los Santos entró en contacto con las creencias indígenas de culto a los muertos. De este modo, nació el Día de los Muertos, un conjunto de fiestas autóctonas procedentes de algunos puntos de América Latina que estos últimos años se han hecho muy populares aquí. Una de las más espectaculares es la que se hace en México, que fue declarada patrimonio cultural inmaterial de la humanidad en el año 2008.