El catedrático de Filosofía Manuel Cruz reflexiona sobre soledad, aislamiento y abandono

El catedrático de Filosofía Manuel Cruz reflexiona sobre soledad, aislamiento y abandono

16/03/2021 - 13:08

Manuel Cruz aporta su visión sobre conceptos como "sentirse" y "estar" solo o sola, el cambio de paradoja entorno a la soledad en relación con el abandono o el valor positivo o negativo que se atribuye a la soledad.

En este artículo, Manuel Cruz aporta su visión sobre conceptos como «sentirse» y «estar» solo o sola, el cambio de paradoja entorno a la soledad en relación con el abandono o el valor positivo o negativo que se atribuye a la soledad según las circunstancias y el entorno de cada persona.

SOLEDAD, AISLAMIENTO Y ABANDONO (TRES CONCEPTOS Y TRES PARADOJAS)

1) ¿De qué hablamos cuando hablamos de soledad? Aunque a alguien pueda parecerle una pregunta obvia, a poco que uno se detenga a analizarla se hace evidente que no lo es en absoluto. De hecho, una primera prueba de que, cuando nos referimos a ella, no estamos hablando de una realidad meramente objetiva la constituye el hecho de que la expresión que tienden a utilizar quienes creen encontrarse en esa situación suele ser más “me siento solo” que “estoy solo”.

Esta primera precisión, de apariencia puramente terminológica, no es un escrúpulo académico de alguien, como el autor de este texto, acostumbrado a intentar ser preciso con las palabras, sino que resulta fundamental para no permanecer en planteamientos que, describiendo de manera adecuada lo que ocurría hace unas décadas, ya no son manifiestamente el caso. Antaño, en efecto, una forma de abordar el asunto, heredera de los enfoques de la sociología norteamericana (insistiendo en la idea de la muchedumbre solitaria), ponía el énfasis en el radical aislamiento al que conduce nuestra vida urbana, en la que, por recordar el gastado tópico, es normal que vivamos en inmuebles habitados por una considerable cantidad de vecinos, pero a menudo ignoramos la identidad del que vive en la puerta de al lado en nuestro mismo rellano.

Pero hoy las cosas no son objetivamente así. Han caducado aquellas afirmaciones en las que se subraya la paradoja de que, dándose en nuestras grandes ciudades la concentración de un número tan elevado de individuos, apenas existen vínculos interpersonales, siendo extremadamente frecuente el desconocimiento mutuo, incluso entre los miembros de grupos o comunidades pequeñas. Es posible que sigamos ignorando la identidad del vecino del rellano, pero en la sociedad actual, en gran medida como consecuencia del desarrollo tecnológico, si algo parece incuestionable es el hecho de que estamos permanentemente conectados con los demás. Exceptuando las personas de unas determinadas franjas generacionales o pertenecientes a determinados sectores sociales, el grueso de los individuos dispone de un móvil a través del cual recibe constantemente mensajes de voz en su buzón, correos electrónicos, mensajes de Whatsapp y de otras redes sociales.

2) Lo que es como decir que en nuestros días la paradoja ha cambiado de signo. La nueva paradoja que nos define no es, por así decirlo, objetiva sino subjetiva. Es la que algunos han resumido en forma de pregunta irónica: ¿Cómo puede ser que teniendo tantos amigos y seguidores en las redes sociales, nadie me salude por la calle? Se trata de una broma a medias que está señalando la pista que debe seguir la reflexión para plantear de forma correcta el contenido de la soledad hoy. Porque, efectivamente, aunque la soledad a veces pueda confundirse con el aislamiento, este no agota en absoluto el sentido de aquella.

De hecho, aquí reside la clave del hecho de que el confinamiento de la pasada primavera resultara para bastantes personas más llevadero de lo que hubiera sido de producirse en las condiciones de hace unas décadas. En cierto modo, el estar solo físicamente ha perdido importancia en la medida en que las nuevas tecnologías nos permiten el contacto permanente con personas que pueden estar en realidad muy lejos de nosotros. Sin embargo, ello no impedía que, durante los meses de encierro colectivo, a las personas que vivían solas, por más que pudieran mantener comunicación telemática con otras, su situación les resultara en muchos momentos difícil de sobrellevar.

Dicha dificultad, al igual que la persistencia de los tópicos acerca de la muchedumbre solitaria que muchos mantienen a pesar de no resultar ya de aplicación al mundo de hoy, lo que en realidad están expresando es la persistencia de un profundo malestar, que acaso determinadas transformaciones sociales no han hecho otra cosa que incrementar. Conviene empezar señalando que en nuestra sociedad los individuos no parecen estar preparados para permanecer solos, constituyendo esta falta de preparación –mucho más, por cierto, que un presunto déficit de interlocutores– una de las raíces del problema. Dicha falta representa una carencia profunda, casi constituyente, a la que su familiaridad ha acabado por tornarnos insensibles, pero que está ahí, en gran medida pendiente de ser pensada.

En el fondo, la pregunta inicial (¿de qué hablamos cuando hablamos de soledad?) podría ser complementada con otra, que bien podría formularse así: ¿qué signo estamos dando por descontado que se le debe atribuir a la soledad?, ¿positivo o negativo? La respuesta está lejos de ser obvia, como lo prueba el hecho de que ha sido considerada de muy diversas maneras a lo largo de la historia por autores y doctrinas. Rousseau, por ejemplo, consideraba que “ser adulto es estar solo”. Se alineaba así con quienes entienden que la soledad es una condición que nos constituye frente a los que, por el contrario, piensan que es una circunstancia que nos acontece ocasionalmente y con la que unos se debaten y otros se complacen.

3) Aquí termina para muchos el razonamiento acerca de este asunto: afirmando que el problema es la soledad no deseada. Lo cual es verdad, pero no es toda la verdad. Importa dar un paso más e intentar adentrarse en la naturaleza de ese no-deseo, preguntándose la razón por la que no deseamos esa soledad. Puesto que, efectivamente, no es el caso que, incluso los amantes de la soledad deseen siempre estar solos. Con lo que llegamos a la tercera categoría que se impone introducir para clarificar mínimamente el asunto, me refiero a la categoría de abandono.

Es este el motivo por el que, como decíamos al principio, el lamento de quienes sufren de soledad no es tanto “estoy solo” como “me siento solo”. Por eso entendemos perfectamente que se pueda lamentar en estos términos el anciano al que nadie va a visitar a la residencia, aunque todo el tiempo esté rodeado de gente. Visto el asunto desde este ángulo, cabría definir la soledad como la experiencia de que no importamos a aquellos que nos importan. Definición que incluso admitiría una vuelta de tuerca más para ajustarla a su condición de sentimiento: nos sentimos solos cuando no importamos de la manera que querríamos importar a aquellos que nos importan.

El resultado de poner el énfasis en el concepto de abandono sería entonces una tercera paradoja, a saber, que la soledad es el efecto en buena medida ineludible de vivir en sociedad. Es cierto que en nuestra sociedad los individuos no parecen estar preparados para permanecer solos, constituyendo esta falta de preparación –mucho más, por cierto, que un presunto déficit de interlocutores– la auténtica raíz del problema. Dicha falta representa una carencia profunda, casi constituyente, a la que su familiaridad ha acabado por tornarnos insensibles. La carencia, ya se ha apuntado, tiene que ver con la calidad de nuestra relación con los otros.

Porque si es cierto que, en síntesis, nos sentimos solos porque nos sentimos abandonados habrá que decir que en cierto sentido existe lo que se podría denominar una producción social de soledad en la que de alguna manera todos participamos. O, dicho de otra manera, hay que atender a las dos caras de la moneda que presenta la soledad. Y es que, en efecto, si nos sentimos solos porque creemos percibir que no importamos a aquellos que nos importan, es altamente probable que no nos importen, o no nos importen lo suficiente, algunos de aquellos para los que nosotros somos importantes. Es, por tanto, la calidad de nuestras relaciones humanas la que se encuentra en juego (y en cuestión) cuando hablamos de la soledad. De ahí que, resumiendo, aliviar la soledad ajena es hacer sentir a quien la padece que hay alguien para quien es importante.

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