Amar y sentirse amados en tiempos líquidos. Una mirada socioeducativa a las soledades juveniles

Amar y sentirse amados en tiempos líquidos. Una mirada socioeducativa a las soledades juveniles

28/09/2021 - 10:28

Artículo de Paco López sobre la soledad de las personas jóvenes desde el punto de vista del apoyo social y del papel de la comunidad

En este artículo, el Doctor en Psicología de la Educación Paco López habla sobre la soledad de las personas jóvenes desde el punto de vista del apoyo social y del papel de la comunidad.

AMAR Y SENTIRSE AMADOS EN TIEMPOS LÍQUIDOS. Una mirada socioeducativa a las soledades juveniles

En nuestro imaginario cultural, la juventud es una metáfora recurrente para hablar de la felicidad y el bienestar. Parece que todo el mundo aspira a ser “eternamente joven”. Salud, libertad, descubrimientos, alegría, experiencias… Son palabras que se asocian con frecuencia a esta etapa de la vida. A pesar de ello, hay muchos jóvenes que manifiestan sentirse solos, como recogen los datos que vamos conociendo en ciudades como Barcelona. Analizar a los jóvenes desde la perspectiva de la soledad puede ser, de hecho, una estrategia enormemente útil para descubrir actuaciones que mejoren lo que hacemos con ellos y ellas. Porque lo que nos interesa, además de entender qué los hace estar o sentirse solos, es cómo podemos acompañarlos para fortalecer su capacidad de gestionar las experiencias de soledad u otras dificultades en esta “época líquida” (siguiendo la expresión de Bauman para definir este incierto y volátil momento histórico que vivimos).

El concepto de resiliencia, sin renunciar a la comprensión de los problemas y los riesgos que los generan, pone el acento en la superación y el crecimiento. Nos permite preguntarnos por aquello en lo que se parecen las personas que no se hunden ante las dificultades o que, incluso, salen de ellas fortalecidas. Por eso, utilizaremos lo que sabemos sobre los factores que construyen la resiliencia (lo que denominamos factores protectores) para hacer una revisión de las diversas experiencias de soledad en la juventud y encontrar pistas que nos permitan mejorar lo que hacemos con los jóvenes.

La soledad en la juventud puede ser vivida como fracaso, como problema social o, incluso, como conquista, dependiendo de la perspectiva desde la que lo analicemos. Estas tres puertas de entrada a la cuestión de la soledad pueden revelar oportunidades de intervención social y educativa valiosas para potenciar la capacidad de los jóvenes de hacer frente a las dificultades de la vida y salir adelante. ¡Empecemos!

La soledad juvenil como fracaso evolutivo: una oportunidad para repensar el apoyo social

Aunque vivimos biografías cada vez menos previsibles, afinar la identidad y saber cómo situarnos ante las relaciones con los demás siguen siendo los principales retos psicosociales de la juventud. En la práctica, cuando, en términos sociológicos, hablamos de juventud, nos estamos refiriendo a dos etapas desde el punto de vista de la psicología del ciclo vital: la adolescencia y la juventud. En general, prestamos mucha atención a las transiciones adolescentes, centradas en la cuestión de la identidad. En la adolescencia, las relaciones con los demás son importantes, en parte, porque ayudan a definirnos a nosotros mismos, nuestros gustos, nuestras ideas o nuestra capacidad de “tener” amigos o pareja. Y, quizás, dentro de esta visión de los retos del ciclo vital, es menos conocida la propuesta de Erik Erikson (uno de los teóricos más influyentes en estos temas) en relación con la juventud.

Según Erikson, la identidad es la tarea que hay que resolver en la adolescencia y la intimidad es el reto central de la juventud. El conflicto entre identidad y confusión (¿sé quién soy o dejo que las circunstancias lo vayan decidiendo por mí?) se vuelve, un poco más adelante, en un nuevo reto: ¿soy capaz de relacionarme de verdad (desde dentro, de manera “íntima”) o me quedo solo, aislado?

En la práctica, estamos hablando de la capacidad de querer genuinamente a los demás, con todas las dimensiones y matices que tiene el amor. En la antigua Grecia existían al menos tres palabras para referirse al amor: eros (el amor de pareja, marcado por la pasión), philia (el amor de la amistad, marcado por la complicidad) y ágape (el amor de la solidaridad o la compasión, marcado por el cuidado de los demás). Desarrollar la capacidad de querer, como traducción del reto psicosocial de la intimidad, implica resolver cuestiones relacionadas con estos tres tipos de amor: ¿cómo integro en mi vida las relaciones de pareja o la vivencia de la sexualidad? ¿Soy capaz de “ser” amigo o amiga de algunas personas? ¿Cuál es mi aportación al mundo y al bienestar colectivo?

El sentimiento de soledad vinculado a estos retos no tiene que ver con la cantidad de personas que tengamos alrededor, sino con la percepción de vinculación a alguna de ellas. Estamos hablando de la soledad emocional que, ciertamente, en la juventud, tiene explicaciones psicosociales que probablemente no tiene en otros momentos de la vida. De hecho, en muchos casos, esta soledad del tránsito y la maduración puede ser la antesala de un salto cualitativo en la capacidad de relacionarse. Pero también, si eso no se consigue, puede producir una doble penalización: la del sufrimiento que provoca no sentirse cerca de nadie y la del fracaso por no haber conseguido lo que se supone que “toca” en ese momento de la vida.

Esta tensión entre intimidad y riesgo de aislamiento es un escenario privilegiado para el trabajo sobre el primer factor protector: el apoyo social. De hecho, el apoyo social es la antítesis de la soledad. Implica tener personas que confían en nosotros, que nos quieren y que están dispuestas a escucharnos o ayudarnos en momentos complicados. Sin embargo, aunque nos viene “de fuera”, también necesita nuestra capacidad para conectar con los demás y estar receptivos a su apoyo.

El apoyo social y su función protectora nos recuerdan la importancia de la comunidad. La pertenencia a una familia, a un grupo o a un barrio son elementos clave en la lucha contra la soledad de todo el mundo, pero muy especialmente de los jóvenes, porque es en ese tejido protector donde pueden experimentar, sin romperse, los riesgos que el aprendizaje de las relacionas humanas comporta.

Cuando hoy hablamos del trabajo en red, pensamos en internet y lo utilizamos como metáfora de las conexiones entre agentes diversos. Sin duda, estas conexiones son imprescindibles, pero muchos de estos agentes no forman parte del núcleo íntimo y privilegiado del apoyo social, aquel que, a las tres de la madrugada (fuera del horario de los profesionales), necesitamos que nos aporte la vecina de al lado o un amigo. La red de conexiones profesionales es útil en la medida en que ayuda a tejer la red de relaciones próximas, aquella que, como otra red, la del circo (esta metáfora me sigue gustando más), nos protege cuando los equilibrios de la vida se hacen insostenibles y nos caemos.

La soledad juvenil como problema social: un llamamiento a la igualdad de oportunidades

La inadecuada gestión del reto psicosocial de la intimidad lleva, a veces, a un segundo tipo de soledad: el aislamiento o soledad social. Pero, en este caso, no podemos hablar solo de sufrir por no saber conectar con los demás. También hablamos del rechazo, la discriminación o la falta de posibilidades para participar en la vida comunitaria.

Esta soledad no es expresión de una etapa evolutiva. Es un síntoma del injusto reparto de los recursos y, muchas veces, una evidencia de la incapacidad de nuestras sociedades para convivir con las diversidades (funcional, de género u orientación sexual, de procedencia, de salud, de cultura o de dinero). Esta soledad no es específica de la juventud, pero en la juventud se vive de manera más dolorosa por la especial necesidad de resolver los retos relacionales de los que hemos hablado.

La igualdad de oportunidades no aparece en la lista de factores protectores que estamos repasando, pero es un requisito imprescindible para que se desarrollen dos: la autoestima y las competencias (o habilidades). Estos dos factores protectores están íntimamente relacionados entre sí y se construyen en la interacción con los otros.

Por eso, cuando ponemos en marcha programas formativos con los jóvenes que viven situaciones de desigualdad, más allá del uso instrumental de lo que aprendan para su vida profesional o personal, estamos ayudándolos a sentirse valiosos y capaces de relacionarse y les estamos dando herramientas para no quedarse al margen, aislados.

La soledad juvenil como conquista: una oportunidad para educar la capacidad de dar sentido

En contraste con las anteriores visiones negativas de la soledad, una de las primeras cosas que dicen algunos jóvenes cuando se habla de soledad es que esta no es necesariamente un problema. De hecho, para muchos, es un descubrimiento, una toma de conciencia sobre la condición humana. Estamos profundamente solos, por ejemplo, ante la muerte, y necesitamos estar solos para aprender, para pensar sobre nosotros mismos o para tomar decisiones. Es más, parece que, paradójicamente, aprender a estar solos es un requisito necesario para tener relaciones saludables con los demás y no “quedarse solo o mal acompañado”.

La soledad conquistada de la que hablamos (lo que los expertos denominan soledad existencial) va unida al silencio y la introspección y conecta con las necesidades no materiales de los jóvenes. El cultivo de este tipo de soledad, o de esta manera de aprender a situarnos ante los demás y ante nosotros mismos, es una oportunidad para el desarrollo de la capacidad de dar sentido a lo que vivimos. Esta capacidad es otro de los factores protectores que revelan las investigaciones sobre resiliencia.

Las historias de vida más conocidas que nos hablan de este factor protector, como la de Víctor Frankl, ponen el acento en la capacidad para dar sentido al “sin sentido” de las grandes injusticias o del sufrimiento que se deriva de estas. No obstante, esta capacidad se nutre de las respuestas cotidianas a las preguntas sobre las razones para hacer lo que hacemos o para decidir lo que decidimos, que no siempre están marcadas por cuestiones tan trascendentes.

Los adultos que acompañamos a los jóvenes podemos ayudar en este proceso a través de nuestra habilidad para conversar estratégicamente con ellos. Más que contarles nuestras historias, necesitan conversaciones que los ayuden a explicarse su propia historia de manera que merezca ser vivida.

Hasta aquí hemos revisado los tres tipos de soledades (emocional, social y existencial) y las oportunidades que nos ofrecen para promover algunos factores protectores, constructores de resiliencia (apoyo social, autoestima, competencias y capacidad de dar sentido). Hay, por último, un quinto factor protector, un último antídoto contra la derrota, que también tiene una profunda base comunitaria y relacional: el sentido del humor. Se construye delante del espejo, en soledad, riéndonos de nosotros mismos y aceptando nuestra fragilidad (en aquellos espacios de soledad existencial de los que acabamos de hablar). También se construye en los espacios de libertad que nos igualan, en los que todos y todas tenemos las mismas oportunidades de crear, de trabajar, de construir un hogar o de vivir… Escenarios en que el arte, la cultura o el humor lo ponen más fácil para que nadie esté aislado o sufra la soledad social. Y, por último, se construye en el aprendizaje de la estima a los demás y el apoyo social, en las fiestas del barrio o en las conversaciones de las entidades en las que se participa y que permiten superar la soledad emocional.

Las soledades juveniles nos hablan de retos y heridas, pero también nos ponen el espejo del sentido de la vida, de lo que hacemos con nuestras ciudades y de las relaciones que construimos. En este mundo acelerado y complejo, en este tiempo líquido, una mirada poliédrica a la soledad de los jóvenes es un libro repleto de lecciones por las que nos acercamos a ellos y a ellas con la honesta intención de acompañarlos hacia una vida más plena.

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